Discursos y percepciones comparadas. Viruela, inoculación y terremotos en el sur del Imperio español (1802-1812)
Comparative speeches and perceptions. Smallpox, inoculation and earthquakes in the south of the Spanish empire (1802-1812)
Andrés Sánchez-Cid Torres
Universidad de Sevilla
ansanchezcid@gmail.com
https://orcid.org/0009-0003-6095-6151
Fecha de recepción: 3 de febrero de 2024
Fecha de aprobación: 5 de abril de 2024
RESUMEN: En este estudio se comparan los desastres que se produjeron entre los años 1802 y 1812 en Sudamérica, diferenciando la utilización del discurso político y religioso de los mismos entre los de origen biológico, como la viruela, y geológico, como un terremoto. El conocimiento que circulaba en aquella época sobre las posibles causas de estos fenómenos iba desde explicaciones más científicas en el contexto del movimiento de la Ilustración, hasta opiniones más tradicionales que seguían arraigadas a un pensamiento providencialista heredado del Antiguo Régimen. Para resolver estas preguntas de investigación se utilizaron documentos oficiales, cartas, periódicos de la época y expedientes del Archivo General de Indias, Archivo Histórico Nacional de España y bibliografía especializada.
Palabras clave: Política, Sistema social, Epidemia, Sismo, Discurso
ABSTRACT: This study compares the disasters between 1802 and 1812 in South America, differentiating the use of political and religious discourse between those of biological origin, such as smallpox, and geological origin, such as an earthquake. The knowledge that circulated at that time about the possible causes of these phenomena ranged from more scientific explanations in the context of the Enlightenment movement to more traditional opinions rooted in a providential thought inherited from the Ancien Régime. To answer these research questions, official documents, letters, newspapers of the time, and files from the General Archive of the Indies, the National Historical Archive of Spain, and a specialized bibliography were used.
Keywords: Politics, Social systems, Epidemics, Earthquakes, Speeches
Introducción
Durante el siglo XXI el estudio histórico de los desastres ha conseguido importantes avances en el conocimiento; sin embargo, cada cierto número de años se presentan nuevos planteamientos metodológicos para responder nuevas preguntas de investigación (Petit-Breuilh, 2022, p. 28). En este artículo se analizan los casos concretos de la epidemia de viruela de 1802 -que afectó especialmente al territorio de Nueva Granada, aunque también se propagó por otras zonas de Sudamérica- y el terremoto de Caracas de 1812, sentido en uno de los momentos relevantes del inicio de la lucha por la independencia en esa ciudad. Como objetivo principal, se busca comparar las medidas decretadas desde la administración, al suceder un fenómeno natural extremo, con la respuesta social frente a esta situación. En este caso, se aborda una estrategia peculiar, ya que se comparan dos tipos de catástrofes distintas, una de origen biológico y otra geológico. Debido a lo anterior, se consideró pertinente destacar las diferencias y semejanzas en las determinaciones tomadas para ambos sucesos.
Antes de adentrarnos en los casos de estudio, haré una breve reflexión general sobre los desastres, que son el resultado de la coincidencia entre un fenómeno natural extremo y un contexto vulnerable. Por ello, Virginia García Acosta asegura que es imprescindible conocer en profundidad las condiciones en que se origina y desarrolla una catástrofe. De este modo, la amenaza de un suceso de la naturaleza tiene una función detonante y reveladora de una coyuntura crítica en términos sociales, políticos y económicos. Además, es importante observar las estrategias adaptativas de las sociedades, es decir, las medidas, las reacciones y las posturas adoptadas para tratar de revertir el ambiente de vulnerabilidad (García Acosta, 1996, p.7).
Tras el panorama desolador originado por la tragedia, comenzaron a elaborarse discursos enfocados en la persecución de unos intereses concretos. De esta manera, la trascendencia de un terremoto o una epidemia no dependía tanto de su intensidad sino de la utilización que hacían las autoridades de estos sucesos. Los fenómenos naturales extremos que se estudian tuvieron lugar en un período de crisis del sistema colonial, en el que la debilidad de la monarquía se vio fuertemente amenazada por los constantes movimientos rebeldes que, tras varias décadas, terminaron con la revolución independentista (Petit-Breuilh, 2011, p. 283). Por este motivo, el alcance de sus efectos fue de mayor trascendencia debido a que ocurrieron en una etapa de transición en la historia de Hispanoamérica. En palabras de Rogelio Altez: “Se trató de una coyuntura desastrosa, donde se combinaron varias amenazas para evidenciar la fragilidad de un contexto incapaz de resolver exitosamente aquellas circunstancias adversas” (Altez, 2009, p. 17).
En concordancia con este planteamiento, la aparición de la guerra y su mezcla con el desastre dieron como resultado un clima de vulnerabilidad e inseguridad. Por ello, a partir del terremoto de Caracas de 1812 se instauró un ambiente de crisis social, en el que la sociedad americana se vio desbordada y con una menor capacidad de respuesta ante estas situaciones. Esto como consecuencia de la escasez de recursos para poner remedio a esos episodios y a que se produjeron en un ambiente totalmente inédito. Además, la población aún desconocía el origen de los temblores, por lo que, el miedo a la muerte y el castigo divino aparecían nuevamente en escena. De esta coyuntura trataron de aprovecharse los bandos republicano y monárquico para lograr adeptos a su causa. Esta realidad se manifestó a través de los discursos dirigidos a los ciudadanos de Venezuela.
Sin embargo, en el caso de la epidemia de viruelas de 1802, se parte de la hipótesis de que, si bien su origen también era desconocido para la mayor parte de la población, en esta ocasión sí existían disposiciones y remedios al alcance del ser humano. De hecho, acababa de surgir uno de los grandes descubrimientos de la época, como fue la vacuna de Edward Jenner en 1796 (Micheli e Izaguirre-Ávila, 2011, p. 84). Teniendo en cuenta que dicho invento marcó un antes y un después en la historia de la humanidad, esta nueva realidad dotó a la sociedad de una mayor seguridad frente a la enfermedad, aunque no se abandonasen del todo las creencias providencialistas y sus consecuentes prácticas expiatorias. Por otra parte, las dificultades para la obtención y la administración de la inoculación provocaron que las autoridades virreinales recurrieran a estrategias alternativas para adquirirlas. Así las cosas, la amenaza virolenta requería de una respuesta rápida frente a la escasez del fluido en un contexto de crisis del Imperio colonial.
En cuanto al estado de la cuestión, ambos temas han sido tratados desde distintos enfoques. Sin embargo, hasta la fecha no se ha realizado un estudio aplicando una metodología comparada entre una catástrofe biológica y otra geológica a través del análisis del discurso, que es la novedad que se pretende aportar a la investigación histórica. Con respecto a la epidemia de viruela de 1802, destaca la indagación realizada por Ana Luz Rodríguez González (1999) sobre la religiosidad popular frente a los brotes virolentos en Nueva Granada; las obras de Marcelo Frías (1992) y Renán Silva (1992), quienes analizan los efectos globales del contagio, y, por último, los trabajos de José Tuells y Susana Ramírez (2003) que abordan la temática desde el punto de vista de la historia de la medicina. Además, Guillermo Hernández de Alba (1983) reunió en una colectánea los tratados médicos de José Celestino Mutis.
En referencia al terremoto de Caracas de 1812, el historiador y antropólogo Rogelio Altez ha escrito diversos textos donde recaba información sobre el seísmo (Altez, 2006, 2010 y 2015) e incluso ha realizado una compilación con las fuentes más importantes para el estudio de este desastre (Altez, 2009). También hay que resaltar la labor efectuada por Pablo Rodríguez (2010), quien se enfocó en los rituales religiosos que la sociedad llevaba a la práctica para enfrentar el miedo frente a la catástrofe, y por Jaime Suria (1967), quien recopiló documentos de la archidiócesis caraqueña, destacando la carta pastoral elaborada por el arzobispo Narciso Coll y Prat.
Por otra parte, para la culminación de este trabajo, se utilizaron fuentes primarias que se localizan en distintos archivos españoles: Archivo General de Indias (AGI) y Archivo Histórico Nacional (AHN). De este modo, se realizó un estudio comparado sobre la manera de afrontar dos distintos tipos de catástrofes. Los documentos consultados y utilizados son de distinta naturaleza debido a que no existen fuentes seriadas para este tipo de temáticas, y por ello recurrimos a informes gubernamentales, sermones, manuales médicos y artículos de prensa, para abordar adecuadamente la visión civil y la religiosa. Sin embargo, en todo momento se han tenido muy en cuenta las características de cada uno de estos textos, siendo conscientes de estas a la hora de realizar el análisis crítico de su contenido.
Epidemia de viruela en Nueva Granada (1802)
En el año 1802 un brote de viruela, que tuvo como punto de origen la ciudad de Lima, se expandió por el Virreinato de Nueva Granada; donde se registraron 329 fallecidos en Santa Fe de Bogotá, según un informe del alcalde ordinario José Miguel de Rivas y el mayor provincial José Antonio de Ugarte (Bejarano-Rodríguez, 2023, p. 144). El principal problema fue el estado en el que se encontraba la medicina en el territorio de estudio a principios del siglo XIX. Sobre este asunto, José Celestino Mutis advirtió al monarca Carlos IV, en un informe realizado en Santa Fe el 3 de junio de 1801, que la falta de personal médico para asistir a la población podía provocar un colapso sanitario en el caso de que tuviera lugar una epidemia, como así sucedió (Hernández de Alba, 1983, p. 38).
El motivo por el que el médico gaditano escribió esta carta al rey de España se debía a que se había identificado con anterioridad un foco de contagio de viruela en la ciudad de Popayán. De este modo, era consciente del avance de este brote virulento y preveía su llegada a la capital. Por ello, pretendía tomar precauciones para frenar su expansión por el Virreinato en la medida de lo posible (Silva, 1992, pp. 61-62). Además, Mutis era conocedor de las acciones médicas necesarias y de higiene pública. Por esta razón, colaboró con el virrey Pedro de Mendinueta para poner en práctica una política sanitaria preventiva para frenar el desarrollo de la enfermedad (Hernández de Alba, 1983, pp. 218-229).
Como consecuencia del fuerte impacto social y demográfico de la epidemia de 1783, en las décadas de 1780 y 1790 las autoridades llevaron a cabo medidas higienistas con el objetivo de prevenir nuevos brotes virolentos. Durante este periodo, la teoría predominante era la miasmática-humoral, que sostenía que la suciedad del aire facilitaba la propagación de la enfermedad. Por ello, consideraron que en Santa Fe urgían reformas de aseo para evitar otra catástrofe similar. En virtud de lo anterior se realizó la reconstrucción del empedrado de las calles con un canal central de desagüe, la limpieza y recogida de la basura, un correcto manejo del agua y la construcción de cementerios fuera de las iglesias (Bejarano-Rodríguez, 2023, pp. 148-149).
Además de estas reformas, Mendinueta y Mutis concluyeron que había que tratar de anticiparse al contagio masivo de la población a través de la formación de una Junta de Sanidad, el establecimiento de un cordón sanitario para proteger Santa Fe y la construcción de degredos-hospitales.1 Acto seguido, el 15 de junio de 1801 el virrey envió una orden al cabildo de Santa Fe para la aplicación de estas medidas, en busca de su cooperación para prevenir la epidemia. Sin embargo, durante las conversaciones entre ambas partes surgieron discrepancias debido a que los ediles consideraban que carecían de recursos económicos para el desempeño de estas reformas y permanecieron inactivos (Silva, 1992, pp. 64-66). Por su parte, el prócer acusó públicamente a los miembros de este organismo de ignorar sus directrices e incumplir sus responsabilidades cuando se produjeron los primeros brotes.2
Desde junio de 1802, el virrey decidió encargarse en solitario de la lucha contra la enfermedad y publicó un bando en el que manifestó la política que pretendía aplicar para frenar el avance de la viruela. El dato más relevante de este documento fue la prohibición de la inoculación y la sanción de pago de la cantidad de 500 pesos a quien se atreviera a ejecutarla. El prócer tomó esta determinación porque consideraba que una incorrecta aplicación de esta práctica podía provocar la expansión del contagio. Además, tenía esperanzas de conseguir la nueva vacuna para poder así proteger a la población, pero sus expectativas no coincidieron con la realidad (Frías Núñez, 1992, pp. 155-156).
Hasta fines del siglo XVIII, el único método para prevenir la viruela consistía en lo que se conocía como variolización. Esta se ejecutaba de dos maneras: la primera, inhalando costras pulverizadas por vía nasal, cuyo procedimiento era de origen chino; la segunda, la más común, era la inoculación en la piel de fluido de la enfermedad, que era la técnica griega. Sin embargo, en 1796 Edward Jenner descubrió la vacuna. En cualquier caso, se trataba de una continuación del método inoculador, pues extraía las pústulas de vacas con viruela y las transmitía al brazo del sujeto (Tuells y Ramírez, 2003, p. 42).
A finales de mes, la situación epidemiológica se había agravado. En esta coyuntura, José Celestino Mutis convocó una junta con especialistas médicos el 27 de junio de 1802, en la que juzgaron que había que poner en práctica la inoculación mientras llegaba la vacuna. Al acabar dicha reunión, Mutis dirigió al oidor decano Juan Hernández de Alba las conclusiones a las que habían llegado y rectificó el planteamiento inicial del virrey, en vista de la complicación del escenario sanitario. Además, en este edicto se encomendó a los curas la labor de persuasión de la población en la lucha contra la viruela (Hernández de Alba, 1983, pp. 230-241).
Durante el transcurso de la propagación del virus, parece ser que no hubo alusiones significativas al azote divino para una utilización política de la catástrofe. En parte, esto se debía a que se estaba aceptando que la causa de esta enfermedad era de carácter natural y se expandía por contagio. Sin embargo, el clero seguía propugnando las rogativas para alcanzar la “divina misericordia” por iniciativa del arzobispo Fernando Portillo, quien publicó un edicto el 30 de julio de 1802, aunque sin una mención directa a la “ira de Dios” como causa de la enfermedad (Silva, 1992, pp. 99-100).
Sin embargo, los habitantes de la región sufrieron conmociones en sus creencias porque, como hemos comentado anteriormente, el temor a la epidemia provocó que las autoridades virreinales prohibiesen la sepultura en las iglesias y se comenzaran a realizar los enterramientos en cementerios a las afueras de las ciudades. En este sentido, las nociones de lo profano y lo sagrado predominantes en la época Moderna colisionaron con este cambio de hábito. La población se sintió desprotegida en su paso hacia el más allá al encontrarse fuera del recinto eclesiástico (Rodríguez González, 1999, p. 167).
El grueso de la población tendía a encomendarse a la protección de los santos como antídotos frente a las epidemias. En consecuencia, San Roque y San Sebastián fueron proclamados patronos protectores en las parroquias del territorio tras un brote de viruela en 1567. En 1800, poco antes de que se expandiera de nuevo la enfermedad, la fe en ellos se reafirmó en Popayán con motivo de la celebración de “los Quince Santos Auxiliadores”. En dicho festejo San Roque y San Sebastián fueron los predilectos, el primero como el más invocado en caso de pestilencia y el segundo contra los males de la piel (Cárdenas, 2004, pp. 665-666).
De manera simultánea, se sucedieron los intentos de las autoridades virreinales por obtener la materia de la vacuna en su propio territorio, la Península Ibérica, Estados Unidos y Jamaica. Una de las tentativas más destacadas fue la de José Ignacio de Pombo, un comerciante que se embarcó con Mutis en su famosa Expedición Botánica y, en 1785, se trasladó a Santa Fe. El 15 de octubre de 1803 Pombo elaboró una propuesta dirigida a Pedro de Mendinueta para traer a Cartagena de Indias el nuevo remedio con el que combatir la viruela. A pesar de recibir la negativa del virrey, logró su objetivo, puesto que algunas dosis llegaron a Puerto Rico (Lucena, 1989, pp. 131-132).
Paralelamente, el Gobernador de Montevideo, José de Bustamante y Guerra, escribió una carta al ministro de Estado de Carlos IV, don Pedro Cevallos Guerra, el 28 de febrero de 1803, con el ánimo de informarle sobre la situación de la epidemia de la viruela en la América española. En este texto comunicó al ministro que había logrado introducir la vacuna en la provincia, aunque reconoció que no obtuvo el éxito esperado, por lo cual solicitó ayuda al monarca para el desempeño de esta tarea.3 La información facilitada por Bustamante llegó a manos del Protomedicato, cuyos miembros -mediante un escrito fechado el 22 de junio de 1803- aprobaron el transporte de la vacuna al continente americano para poner remedio a la enfermedad.
Simultáneamente, el 4 de agosto de 1803, las autoridades peninsulares determinaron la introducción de este recurso médico en los territorios americanos pertenecientes a la Corona y “si posible fuere” en las islas Filipinas.4 El 1 de septiembre de 1803 se informó oficialmente del inicio de la Real Expedición Filantrópica de la Vacuna mediante una circular, a través de la cual se instó a los eclesiásticos a que predicasen en favor de la inoculación. Es importante señalar que el monarca era consciente de la capacidad del clero para convencer a los súbditos y buscaba beneficiarse de una corriente de opinión favorable al desempeño de la empresa, así lo demuestra el siguiente párrafo:
“Espera S.M. del zelo de V. a su Real Servicio, que por los medios suaves que estime oportunos, y conformes a la moral cristiana, contribuya a introducir y conservar en los pueblos de su Diócesis la saludable práctica de la Vacuna, exhortando a los Curas, Doctrineros, y Misioneros a que protejan la expedición, y auxilien a sus Individuos, y a los Niños, en cuanto pueda depender de su ministerio y facultades, valiéndose del influjo que regularmente tienen los Ministros del Santuario sobre la opinión pública para disipar cualquiera preocupación contraria”.5
El hecho de que los clérigos secundaran con sus sermones a los gobiernos, y ensalzaran las nuevas técnicas en la lucha contra la epidemia, no implicaba que estos abandonasen el recurso clásico de convocar a la población para realizar rogativas y distintas ceremonias. A través de ellas se seguía promoviendo la idea de la esperanza en la “misericordia de Dios” como una manera más de combatir la viruela. Aun así, la oratoria de los eclesiásticos estuvo en todo momento al servicio de la monarquía y se enfocó hacia el objetivo de persuadir a los habitantes de los beneficios que obtendrían mediante la aplicación de la vacuna. Además, los sacerdotes también tenían la misión de administrar las dosis en caso de que no hubiera ningún médico disponible en el lugar (Frías Núñez, 1992, pp. 209-211).
De este modo, la Real Expedición Filantrópica de la Vacuna partió desde La Coruña el 30 de noviembre de 1803 y atracó en Puerto Cabello (Caracas) el 20 de marzo de 1804. El director de esta empresa fue Francisco Xavier de Balmis y el subdirector José Salvany. Una semana y media después, el 30 de marzo, coincidiendo con la festividad del Viernes Santo, Balmis comunicó que se habían vacunado 64 personas en Caracas. Los resultados fueron tan positivos que lograron el favor de la opinión pública, un colaborador inestimable para la prosperidad de la causa. Gracias a esto, y al apoyo del Gobernador y Capitán General Manuel Guevara y Vasconcelos, el 23 de abril del mismo año se logró establecer la primera junta de vacunación de la empresa (Ramírez Martín, 2004, p. 39).
Un día antes del establecimiento de esta junta, se celebró en la Catedral de Caracas una misa de acción de gracias por la vacuna contra la viruela y un sermón predicado por el fraile mercedario Domingo Viana. El propio Guevara y Vasconcelos informó sobre este suceso en una carta dirigida al monarca con fecha de 9 de mayo del mismo año. Merced a este documento, se ha podido verificar la existencia de una opinión pública favorable a la empresa de la expedición filantrópica, según lo expuesto en esta comunicación:
“El mérito excelente de este Sermón Panegírico dio nuevo valor y energía a los sentimientos y aclamaciones continuadas de este vecindario, e hizo conocer vivamente los dones con que el Omnipotente nos ha favorecido, y la benignidad incomparable de nuestros amados Reyes que han adaptado los medios más proporcionados de hacerlo conocer y disfrutar en los dilatados dominios de todo su imperio”.6
Por su parte, Francisco Xavier Balmis quedó entusiasmado con los resultados obtenidos y, por ello, tomó la importante decisión de dividir la empresa en dos grupos. De este modo, a partir del 8 de mayo de 1804, su expedición se dirigió hacia la América septentrional, mientras que el otro sector, encabezado por el médico José Salvany, hizo lo propio en la América meridional. La empresa de Balmis duró hasta el 7 de septiembre de 1806, mientras que la de Salvany encontró múltiples dificultades y se demoró hasta el 21 de julio de 1810, cuando se produjo la muerte del subdirector en Cochabamba (Tuells y Ramírez, 2003, p. 145).
Durante el desarrollo de la empresa, los expedicionarios trataron de combinar las ideas ilustradas con las costumbres populares de la zona para persuadir a los distintos colectivos que convivían en la región. Para ello, contaron con el apoyo del sector eclesiástico, como se puede apreciar en una carta que envió José Salvany al secretario de Estado, José Antonio Caballero. En este escrito, el médico dio parte de las misas de acción de gracias y cantos del Te Deum que se llevaron a cabo en favor al Rey Carlos IV, a quien aclamaban por haber autorizado el transporte de la vacuna hacia el Virreinato neogranadino. Entre ellas subrayó tres misas solemnes: el 8 de julio de 1804 en la Catedral de Cartagena de Indias, el 10 de agosto del mismo año en la villa de Mompox y el 24 de febrero de 1805 en el templo principal de Santa Fe de Bogotá.7
A pesar de que la campaña de vacunación se saldó con unos resultados positivos, José Salvany tuvo que hacer frente a situaciones desagradables a su llegada al Virreinato del Perú. En enero de 1806 fue víctima de un episodio incómodo en el tránsito entre los pueblos indígenas de Paysan y Chocopé. En un primer momento, estos se mostraron predispuestos a recibir el antígeno contra la viruela, pero, de repente, comenzaron a dudar e increparon al médico, a quien calificaron de “Anticristo”.8
Cuando llegó a Lima el 23 de mayo de 1806, Salvany halló más imprevistos y comprobó que la vacuna contra la viruela era un producto comercial en manos de los hombres de negocios de la capital, quienes controlaban el fluido a espaldas de la monarquía hispánica (Tuells y Ramírez, 2003, p. 161). Este hecho está relacionado con el auge de los regionalismos en América, que acabó dando lugar a los primeros intentos de emancipación de las antiguas colonias del Imperio. De acuerdo con Susana Ramírez, esta situación se originó a raíz de la prioridad que disfrutaron algunas regiones para recibir la vacuna (Ramírez Martín, 2004, p. 51).
A pesar de los inconvenientes, la labor de Salvany fue tan esperanzadora que, a causa de ello, recibió un homenaje en Lima. Este fue organizado por el doctor Hipólito Unanue, quien pronunció un discurso el 8 de noviembre de 1806 en la Universidad de San Marcos. En esta disertación, Unanue agradeció al Rey Carlos IV la llegada de la expedición a Sudamérica, al mismo tiempo que lamentó los inicios de las guerras por la independencia en el panorama internacional, en referencia al caso de Haití en 1804. De modo que encontramos la primera alocución que relacionó la epidemia con los episodios que años más tarde se transformarían en los procesos revolucionarios. Atento a la inquietud engendrada por aquella coyuntura, mostró su fidelidad al monarca y afirmó que, en caso de amenaza: “millares de hombres correrán a defenderlo con el interés y animosidad de hijos a quienes, sosteniendo la causa de su Padre, no les queda otra esperanza en este mundo, que la victoria, o la muerte” (Actuaciones literarias de la vacuna en la Real Universidad de San Marcos de Lima, 1807, pp. 30-31).
Por último, un resultado positivo de la expedición fue el cambio de la consideración social hacia la figura del médico. Ya que, hasta ese momento, predominaba una connotación negativa que lo asociaba con el dolor, la enfermedad y la muerte. Gracias a su labor durante estos años, se vinculó con los ideales de salud, esperanza y mejora de las condiciones vitales. Sin embargo, a pesar del éxito de la empresa, la viruela no se erradicó por completo y durante el siglo XIX siguió causando una elevada mortandad. Su final definitivo no tuvo lugar sino hasta el siglo XX (Ramírez Martín, 2003, pp. 580-581).
El terremoto de Caracas de 1812
El 26 de marzo de 1812 ocurrió un seísmo que tuvo una trascendencia enorme en la historia de Venezuela. Su intensidad y extensión geográfica fue considerable y con el tiempo se llegó a descubrir que se trató de dos terremotos simultáneos, en vez de uno solo, como se pensó en un principio. El primero afectó a las zonas centro-oeste y norte de la república y el segundo, una hora después, a la ciudad de Mérida (Altez, 2009, p. 56). La peculiaridad de esta catástrofe fue su interpretación, sobre todo por parte de la alta jerarquía eclesiástica y un sector de la población. Curiosamente, el suceso aconteció una tarde de Jueves Santo, justo cuando se celebraba el aniversario de la fundación de la Junta de gobierno de Caracas, que se formó para gobernar con independencia de la monarquía española desde 1810. Por esta razón, comenzó a difundirse entre la sociedad venezolana un estribillo que se hizo popular: “¡Jueves Santo la hicieron! ¡Jueves Santo la pagaron!” (Rodríguez, 2010, pp. 238-240).
Según un extracto de una noticia de la revolución, de autoría anónima, el seísmo se saldó con 6000 muertos y 1000 heridos en Caracas; 1500 fallecidos en San Felipe, La Guaira y Barquisimeto; y otros 1000 en Mérida, entre los que se encontraba el obispo Santiago Hernández Milanés.9 En este testimonio de la época, hallamos una referencia significativa de cuál fue la utilización del discurso político a raíz del terremoto desde un primer momento. Así pues, el hecho de que coincidieran las fechas con la misma festividad religiosa, y que las ciudades más afectadas fueran afines a la revolución, allanó el terreno para que las arengas providencialistas calasen de inmediato en una sociedad que se encontraba desamparada. Es posible comprobar lo anterior en la siguiente descripción:
“Esta escena desastrosa fue como la señal que autorizó a los apóstoles del error para redoblar las lágrimas de aquellos desafortunados pueblos. El Padre La Mota, poseído de un frenesí, se presentó en medio de las víctimas que gemían o palpitaban aún entre los escombros y haciendo el abuso más perverso de su ministerio declaró ser aquel suceso un azote del cielo, que castigaba a los venezolanos por haberse revolucionado y separado de su rey y señor... El confesionario fue la terrible batería que, inaccesible por su secreto, dio a estos vampiros un enorme triunfo en favor de nuestros enemigos. Un espíritu de alienación y de delirio presentaba en los semblantes los efectos de la extravagancia y de la debilidad humana agitadas por los acentos del fanatismo y las oscuras cábalas de la superstición” (Altez, 2009, pp. 320-321).
La formación de la Junta de gobierno y la puesta en funcionamiento de la primera república venezolana surgieron como consecuencia de una evidente crisis del sistema colonial español, en decadencia desde finales del siglo XVIII. Esta realidad se plasmó en las abdicaciones de Bayona de 1808, donde Fernando VII entregó el poder a su padre el rey Carlos IV y este, a su vez, cedió la Corona en favor de Napoleón Bonaparte. Ese hecho permitió que se argumentara la independencia de Venezuela con relativa facilidad; sin embargo, el seísmo de marzo de 1812 ocurrió en un período en el que el nuevo Estado estaba en fase de formación. La situación exigía una respuesta social urgente, motivo por el cual los bandos republicano y realista elaboraron una serie de discursos para conseguir los apoyos de la sociedad en un contexto bélico (Altez, 2015, pp. 87-88).
Por esta razón, el congreso de los diputados de Venezuela convocó una sesión extraordinaria el 30 de marzo de 1812 en el palacio federal de Valencia, ya que la capital estaba en ruinas y hubo que trasladar la sede de la cámara. El presidente Juan José de Maya emitió un comunicado en nombre de la Junta de Caracas con la intención de tranquilizar a la opinión pública y, al mismo tiempo, atraerlos a la causa independentista. Sostenía que dejarse llevar por las supersticiones del “castigo divino” era peor que las ruinas materiales y que las pérdidas patrimoniales, de familiares o de amigos causadas por el seísmo. En ese sentido, instó a consolidar la naciente República antes que llevar a cabo la reconstrucción de las ciudades. En cuanto a la religión, consideraba que su función era calmar a la sociedad ante los efectos causados por el terremoto, como lo manifestó en el siguiente párrafo:
“La Religión, único apoyo del hombre libre y virtuoso, debe ser el recurso de todos los corazones venezolanos; pero sin que la superstición, el fanatismo o la ignorancia atribuyan los efectos naturales de la creación a las opiniones políticas, que no atacan la integridad de la fe, ni la pureza del dogma. En estos principios debe fundarse el heroísmo que nos ha de hacer superar los sentimientos naturales del dolor y la ternura, para no atender más que a salvar la Patria” (Altez, 2009, pp. 285-286).
De esta manera, la Junta pretendía que el pueblo no se atemorizara ante las soflamas providencialistas, al mismo tiempo que recordaba que “tan consternados están ellos (los realistas) como nosotros, porque los efectos de una calamidad natural son iguales en toda la tierra” (Altez, 2009, pp. 285-286). Debe observarse que, en este escrito, los revolucionarios clamaban por la unidad política en torno a su causa, pero no renegaban de la religión en ningún momento, siempre y cuando estuviera sustentada sobre principios racionales.
Siguiendo esta línea, los republicanos trataron de contrarrestar el argumento providencialista utilizando el mismo recurso de la “voluntad de Dios”. El 9 de abril, la cámara de representantes de Caracas elaboró una proclama dirigida a los caraqueños, alentándolos a que no se dejasen confundir por los deseos de los eclesiásticos de destruir a la República, pues, según este planteamiento, el desastre era una prueba establecida por la divinidad para evaluar la tenacidad y sacrificios que los habitantes estaban dispuestos a hacer en defensa de la revolución. En ese sentido, expuso en su texto lo siguiente:
“El hombre verdaderamente cristiano, observador de la doctrina de Jesucristo, desnudo de preocupaciones pueriles y desinteresado, os dirá que este terremoto del 26 de marzo, así como todas las bellezas y horrores que diariamente afectan la especie humana en todas las partes del mundo, son efectos necesarios de la naturaleza, dispuesta por Dios para que el hombre admire su omnipotencia, le adore en sus obras y reconozca que no fue criado para la aparente felicidad de esta vida. Os dirá también que de esta manera quiere Dios probar vuestra constancia, y haceros dignos de la libertad que habéis conquistado de vuestros tiranos: que éste es un bien tan grande, que no puede merecerse, gozarse y conservarse sin heroísmo de virtud: paciencia en los trabajos, fortaleza en las adversidades: firmeza en las resoluciones: valor contra los tiranos; y que si desmayáis en la santa obra que habéis emprendido contra los ambiciosos, volveréis a ser esclavos como indignos de ser libres” (Altez, 2009, pp. 290-291).
En concordancia con esta proclama, el cabildo de Caracas determinó el 9 de abril de 1812 que había que adoptar medidas contra todos aquellos que difundieran los discursos providencialistas de “la ira de Dios” como causa del terremoto y que usaran esta idea en contra del gobierno republicano. Así pues, decidieron tomar represalias militares contra estos hombres, a la vez que se instó al arzobispo y a los prelados de las distintas provincias a que colaborasen con el poder ejecutivo “sin exención de persona, fuero, ni privilegio”. En las actas del Cabildo caraqueño quedan señalados los adeptos de la contrarrevolución del siguiente modo:
“La proditoria conducta de los partidarios de la tiranía y enemigos de la libertad e independencia de Venezuela, que valiéndose de la ignorancia y superstición del vulgo le sugieren con malicia especies equívocas, haciéndole entender por causa del terrible terremoto del veinte y seis del mes próximo pasado tiene su origen de nuestra debida y necesaria transformación política, ocultando con cuidadoso y punible estudio de que estos efectos de causas naturales suceden en todos los países del mundo” (Altez, 2009, pp. 287-288).
Parece ser que estos discursos surtieron efecto en un primer momento. Según hemos podido comprobar en un artículo de la Gazeta de Caracas con fecha del 12 de mayo del mismo año, se alistaron voluntarios en gran número, sobre todo cuando Francisco de Miranda fue nombrado Generalísimo de las fuerzas de las Repúblicas Confederadas de Venezuela (Academia Nacional de la Historia, 1983-1985, p. 343).
Por parte del bando realista, la figura principal de los discursos del sector eclesiástico fue el arzobispo de Caracas, Narciso Coll y Prat, quien hizo un llamado a los feligreses para que buscara el “perdón de Dios” mediante actos públicos de contrición. Además, el prelado trató de persuadir a la población de que abandonara la causa insurgente y volviera a tomar partido por Fernando VII, pues decía que la formación del gobierno republicano era el motivo principal del “flagelo divino”. Estas palabras no sentaron bien en el seno de la Junta de Caracas. Sus miembros pidieron al clérigo, mediante una carta fechada el 5 de abril de 1812, que rectificase y mandara un mensaje que transmitiera tranquilidad a los habitantes y que no resultara perjudicial para los intereses revolucionarios, pues consideraban que los enemigos de la causa estaban aprovechando la coyuntura desastrosa para restablecer la monarquía. De este modo, le sugirieron que publicase una pastoral dirigida a todos los venezolanos para puntualizar que el terremoto era un fenómeno de origen natural que “a lo más habrá servido de instrumento a la Justicia Divina para castigar los vicios morales sin que tenga conexión alguna con los sistemas y reformas políticas de Venezuela” (Altez, 2009, pp. 296-297).
A partir de aquí se sucedieron los intercambios de pareceres de manera cordial entre ambas partes, mismos que concluyeron con el acuerdo de que el arzobispo redactara un informe dirigido a toda la población venezolana con tal de sosegarla. En una carta que Coll y Prat escribió el 10 de abril de 1812 parecía que su predisposición era incluso de colaborar con el proceso insurgente, algo que puede interpretarse por las palabras que escogió:
“Si el fanatismo descaradamente hace progresos a pretexto de religión, si hay cura que confundiendo los deberes de su ministerio y traspasando mis órdenes turba el sistema político de estas provincias, tendría la mayor complacencia en que el S. P. E. de la Unión me avisase de las supersticiones que se han introducido para extirparlas, y de los curas que han faltado, para tomar las providencias que son de mi resorte, como actualmente los estoy haciendo con los que me han sido denunciados” (Altez, 2009, p. 299).
Sin embargo, la realidad fue totalmente distinta. Coll y Prat emitió una Pastoral el 8 de junio de 1812 en la que expuso un programa litúrgico a la sociedad para ganar sus almas y sus conciencias. En este sermón, el arzobispo empleó el dolor de la tragedia para que las masas encontraran consuelo en la doctrina católica y se arrepintieran de sus pecados (Rodríguez, 2010, pp. 245-246). Con todo, su posicionamiento estuvo claramente dirigido contra el proceso independentista, como se puede apreciar en sus propios términos:
“Pensasteis inicuamente que el Altísimo era semejante a vosotros y él os ha hecho ver en los desgraciados momentos del Jueves Santo que solo él es grande y poderoso, y que nunca el pecado le insulta impunemente. ¡Oh, hijos míos, vuestra corrupción era insolente! Yo bien la percibí desde que tuve la gloria de verme entre vosotros y, por esto, impelido de un celo racional, os manifesté en uno de mis Edictos los temores en que me ponían vuestras costumbres, y cuanto recelaba lo mismo que ahora estoy viendo con harto dolor o el que viniese a recaer sobre estos países por su notoria y general depravación alguno de aquellos castigos” (Suria, 1967, p. 113).
Como consecuencia de la postura del arzobispo, el gobierno republicano decidió archivar la pastoral por considerarla un escrito antipolítico, además de prohibir su circulación el 22 de junio de 1812. Desde este momento se hizo más patente que nunca el temor de los independentistas a que se difundieran cartas e ideas de este tipo, que fueran capaces de “influir en los espíritus más débiles”. Al mismo tiempo, los gobernantes republicanos consideraron como “perversa y criminal sedición” la actitud adoptada por el prelado, contra la que debían tomar precauciones (Altez, 2009, pp. 311-312).
Por su parte, Narciso Coll y Prat dio su versión en una carta dirigida a la Junta de Regencia de España el 25 de agosto de 1812. En esta misiva, reivindicó nuevamente su posicionamiento en favor de la monarquía hispánica. Además, aprovechó para cuestionar algunas decisiones adoptadas por el gobierno independentista, lo que calificó de regicidio. Entre estas medidas resaltó la censura de su pastoral, asunto sobre el que se expresó así:
“La retención y archivación de mi Pastoral sobre los justos castigos de Dios experimentados en el terremoto por tantos pecados públicos y privados, prohibiendo hasta su lectura y circulación con el pretexto de ser antipolítica, cuando no se desvía en una sola palabra de lo que está prescrito por las Sagradas Escrituras, reglas canónicas y dichos de los Santos Padres”.10
Además de la pastoral elaborada por Narciso Coll y Prat, se han extraído testimonios de jefes provinciales que predicaban a favor de la causa realista. Un ejemplo fue el gobernador interino de Guayana, el militar José de Chastre, quien publicó un bando el 25 de abril de 1812 con ánimo de persuadir a los guayaneses de que “así como el cielo ha castigado la iniquidad de los infieles caraqueños, protege la justicia que ellos defienden”, en referencia al ejército comandado por Domingo de Monteverde.11 De este modo, el alto clero no fue el único estamento que formuló discursos contra el gobierno revolucionario, puesto que algunas provincias se mantuvieron leales a la causa monárquica.
Como resultado, el seísmo de marzo de 1812 generó miedo, desconfianza y confusión en la sociedad. Al factor psicológico originado por el desastre, se sumaron los escasos recursos económicos y prácticos con los que contaban los habitantes para hacer frente a la situación. Este clima de desesperación provocó que se produjeran deserciones en masa para formar parte del ejército realista del general Monteverde, quien había iniciado la reconquista del territorio venezolano prevaliéndose de las circunstancias. En este sentido, la reacción española ante la catástrofe se presentó como una vía de escape para gran parte de los habitantes, quienes habían perdido la fe en la causa independentista (Altez, 2015, p. 174).
El avance del contingente realista se sumó a un cúmulo de circunstancias como fueron: el alzamiento de los esclavos, la quiebra del papel moneda, el bloqueo de los puertos, la falta de apoyos internacionales a la independencia y, sobre todo, las destrucciones de ciudades, villas y casas producidas por los terremotos. Este panorama condujo a que Francisco de Miranda llegara a la conclusión de que la sociedad venezolana no estaba preparada para ser gobernada por una república. En consecuencia, decidió que lo más prudente era no arriesgar más vidas y resignarse a la reconquista española. Por este motivo firmó la Capitulación de San Mateo el 25 de julio de 1812. Este hecho fue interpretado como una traición al bando republicano, que estaba formado por gente mucho más joven e inexperta que Miranda, y cuyos miembros, en su mayoría, hubieran preferido sacrificar hasta el último soldado antes que entregarse a los monárquicos (Altez, 2006, p. 256).
Una vez recuperada Caracas para los intereses hispanos, se procedió a la jura de fidelidad al monarca Fernando VII el 24 de septiembre de 1812. Sobre este acontecimiento informó Monteverde a la Secretaría del Estado, describiendo un panorama de júbilo en el que los habitantes parecía que habían olvidado todas las tragedias sufridas tanto en la guerra como en el terremoto del 26 de marzo, según se puede ver en el siguiente fragmento:
“Este dichoso día tan deseado del Pueblo y de los hombres buenos, desde que desgraciadamente habían hecho desaparecer los enfatuados y ambiciosos la imagen del Monarca, fue un día de efusión y alegría universal. Parece que todos olvidaban las calamidades de la guerra, los furores del gobierno intruso y los estragos del terremoto: Caracas ha vuelto a reconocer en este inmortal acto la obediencia a su Rey y le ha jurado eterna lealtad en las tres principales plazas de esta arruinada ciudad delante del cielo, y del Pueblo cuyo concurso fue numeroso”.12
La jura de fidelidad a Fernando VII dio comienzo a los actos de celebración de los realistas. En el mes de octubre de 1812 la Iglesia católica organizó una serie de ceremonias expiatorias para que la población mostrase su arrepentimiento públicamente. Esta iniciativa fue promovida por el arzobispo Coll y Prat. El prelado contó con el apoyo del recién convertido en regente Monteverde, quien hizo acto de presencia en estas procesiones penitenciales. De este modo, los habitantes de Venezuela recibían el amparo de la doctrina cristiana sobre el perdón para calmar sus sentimientos de angustia, miedo, abandono y culpa originados por el terremoto (Rodríguez, 2010, pp. 255-256).
Los actos organizados por el arzobispo de Caracas comenzaron con un ayuno extraordinario de tres días, seguido de preces diarias en público y culminando con una procesión de acción de gracias por el restablecimiento del orden ciudadano. Esta última ceremonia se celebró el 30 de octubre de 1812 y la Gazeta de Caracas informó sobre ella a sus lectores en un artículo titulado “Penitencia Pública” con fecha de 8 de noviembre de 1812. En ese escrito se trataba de resaltar la confianza que los defensores del Antiguo Régimen siempre habían albergado con respecto al reconocimiento popular de que la razón del “castigo divino” se debía a los males originados por la declaración de la independencia venezolana y la consecuente guerra que habían tenido que librar, lo que se expresaba de la siguiente forma:
“Un pueblo piadoso y católico sin ficción, no se desmoraliza fácilmente. El nuestro supo distinguir bien la causa física de la moral de los terremotos con que se ha visto afligido desde el 26 de marzo último, y persuadido de que todos los males de la tierra son efectos del pecado, ha procurado desde entonces curar el mal en su origen, acogiéndose a la penitencia para aplacar la ira del Señor. El estado ruinoso de los edificios, la dispersión del vecindario, y los males de la guerra injusta a que se le obligó, impidieron que esta penitencia fuese tan pública y general” (Academia Nacional de la Historia, 1983-1985, pp. 372-373).
A modo de conclusión, hemos elegido unas palabras de Altez, en las que sentencia que la importancia histórica del terremoto de Caracas de 1812 se debe, sobre todo, a que se produjo en un contexto político crítico. Más allá de los múltiples daños materiales ocasionados por el seísmo y de los aproximadamente 2000 fallecidos que hubo, el hecho de que aconteciese en plena guerra de independencia fue trascendental. Durante la historia ha habido temblores de igual o mayor magnitud en Venezuela, aunque hayan tenido lugar en otras épocas. Sin embargo, ninguno se dio en una etapa tan delicada como los inicios del siglo XIX (Altez, 2010, p. 263).
Conclusiones
Las consecuencias políticas de los discursos estuvieron influenciadas por el poder que ejercían la monarquía española y la Iglesia católica en sus territorios. En ambos casos se demostró que la opinión pública les era favorable; sin embargo, se identificaron dos situaciones diferentes. Al comenzar la Real Expedición Filantrópica de la Vacuna en 1804 no existía un contexto vulnerable que hiciera peligrar los intereses de la Corona, más allá de la progresiva decadencia del Imperio colonial hispánico. Por ello, se puede inferir que, en general, las autoridades civiles no encontraron demasiados problemas para convencer a la población a través de las disertaciones de los eclesiásticos y que esta realidad contribuyera al éxito de la empresa. Por el contrario, tras el terremoto de Caracas del 26 de marzo de 1812, tuvieron que recurrir al discurso del “castigo divino” para persuadir a los habitantes, ya que, no se encontraban en el poder y les beneficiaba que el gobierno republicano perdiese el control social en pleno desarrollo de la guerra de independencia. Misma que, como indicamos en la introducción, fue la coyuntura desastrosa de estas catástrofes de origen natural [ver Tabla 1].
De este modo, se estima una progresiva preocupación por los movimientos de emancipación que comenzaban a producirse en el mundo, sobre todo, tras los sucesos de Haití en 1804. De hecho, la fractura política se produjo entre los años 1808 y 1810 con la invasión de las tropas napoleónicas a la Península Ibérica y la abdicación y captura del monarca Fernando VII por parte de Napoleón Bonaparte. Esta realidad se apreció con nitidez tras el terremoto de 1812. Desde ese momento, la labor persuasiva de ambos bandos se intensificó, al mismo tiempo que se estaban desarrollando las acciones bélicas. Por ello, los discursos fueron más hostiles y claramente diferenciados entre sí. Así pues, es posible identificar a los monárquicos con teorías derivadas del providencialismo y a los republicanos con ideas propias de la Ilustración. En cambio, en 1802 convivían ambas corrientes de pensamiento en completa armonía, en parte, gracias a la labor de José Celestino Mutis al servicio de la Corona.
Tabla 1. Análisis comparativo entre la epidemia de viruela de 1802 y el terremoto de Caracas de 1812
Catástrofe | Fallecidos | Medidas | Reacción social |
Contexto | Avances sociales |
Consecuencias |
---|---|---|---|---|---|---|
Viruela de 1802 | 329 (Santa Fe de Bogotá) | Inoculación masiva e higiene | Desconocimiento del origen, pero colaboración y control | Crisis del Imperio colonial hispánico | Visión positiva del médico | Éxito de la Real Expedición Filantrópica de la vacuna frente al auge regionalista |
Terremoto de 1812 | 6000 (Caracas) | Prioridad a la situación política | Miedo a la muerte, descontrol, desamparo e incomprensión | Guerra de independencia | No se aprecian, se mantienen las actuaciones tradicionales | Restauración monárquica a causa de la pastoral y el avance realista |
La estrategia de la monarquía hispánica para dirigirse a la población se basaba en referencias a la divinidad. De este modo, el Rey Carlos IV instó a los religiosos a que difundieran la idea de que la “providencia divina” había concedido la vacuna al monarca para que éste la administrara piadosamente en sus dominios, mientras que el terremoto fue un “castigo divino” contra los revolucionarios por haber instaurado la República. Este argumento fue aprovechado con astucia por Narciso Coll y Prat, logrando persuadir a la población, la cual, como norma general, cambió de bando por miedo a una reacción violenta del “Todopoderoso” mientras se producía el avance del ejército realista.
Por otra parte, es curioso que las primeras vacunaciones en América, administradas por la Real Expedición, se produjeron un Viernes Santo de 1804, mientras que el terremoto tuvo lugar el Jueves Santo de 1812 que, a su vez, coincidió con la festividad del día que se fundó la Junta de Caracas. Por los motivos expuestos, una sociedad que, en general, basaba sus ideales en supersticiones encontró en estas casualidades una forma de interpretar todo lo que estaba sucediendo, puesto que desconocían el origen natural de aquellos acontecimientos.
En concordancia con esta realidad, la población se sintió desamparada frente a esos desastres y el miedo a la muerte provocó reacciones irracionales en ella. Además, en el caso del terremoto de 1812, los daños originados por la guerra y sus consecuencias (pobreza y hambre) se vieron multiplicados por las destrucciones materiales y pérdidas humanas generadas por el seísmo. Sin embargo, en la epidemia de viruela de 1802 hemos percibido un cambio para tener en cuenta. Gracias a la labor de la Real Expedición Filantrópica de la Vacuna, se valorizó el papel benefactor y la utilidad social de la figura del médico, a pesar de la incomprensión de su saber y sus procedimientos por la mayoría de los habitantes. Si bien esto se produjo únicamente tras haber comprobado sus efectos positivos y, todo ello, contando con el aleccionamiento previo de la opinión pública por parte del clero y de los gobernantes, hecho que facilitó la labor de la empresa. Además, durante el desarrollo de la epidemia de viruela, la sociedad comprobó que el posible remedio estaba en manos de las autoridades, mientras que en el temblor caraqueño no eran capaces de controlar la situación ni tener garantías mínimas de salvación.
Las autoridades monárquicas eran conscientes de este miedo y, a pesar de la situación de debilidad de la Corona, el terremoto de Caracas de 1812 surgió como una oportunidad para restablecer su dominio. Así pues, el avance del ejército del general Domingo de Monteverde estuvo acompañado de una destacable labor persuasiva ejercida por el arzobispo de Caracas, quien sentenció al bando independentista frente a la sociedad mediante su pastoral de 8 de junio de 1812. Asimismo, el discurso revolucionario en Caracas no encontró los argumentos suficientes para rebatir esta manifestación con éxito. El primer gobierno republicano aún se encontraba en su fase de formación, por lo que estaba poco preparado para revertir este contratiempo, que exigía una respuesta social urgente, pero organizada. Por su parte, los realistas estaban determinados a abordar la reconquista del territorio y supieron aprovechar esta situación.
Por último, hemos podido apreciar que, a pesar de que la epidemia de viruela se produjo inicialmente en una coyuntura favorable para los intereses de la Corona, esta se transformó progresivamente en un escenario cada vez más perjudicial. En este sentido, los discursos pronunciados en las actuaciones literarias de la vacuna celebradas en la Real Universidad de San Marcos de Lima mostraron una creciente preocupación de las autoridades virreinales. Además, la gestión independiente de la vacuna por parte de los comerciantes peruanos era un indicativo de que las cosas comenzaban a cambiar. Por suerte para la expedición, esta se desarrolló antes de que comenzara el contexto vulnerable de las guerras de independencia y lograron el éxito anhelado.
Archivos
AGI Archivo General de Indias
AHN Archivo Histórico Nacional
Hemerografía
(1807). Actuaciones literarias de la vacuna en la Real Universidad de San Marcos de Lima.
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Notas
1 Lugar fuera de poblado que se destinaba para hacer la cuarentena a los que venían de parajes infectados o sospechosos de enfermedad contagiosa (Real Academia de la Lengua Española [RAE], 2021).
2 Archivo General de Indias [AGI]. Santa Fe, 669, N. 1. El cabildo de Santafé de Bogotá representa a su majestad con testimonio de autos, los oficios que ha practicado para que socorra al pueblo en la epidemia de viruelas que está padeciendo. Santa Fe, 19 de junio de 1802.
3 Archivo Histórico Nacional [AHN]. Estado, 3215, 241, f. 54, Introducción de la vacuna en España. Montevideo, 28 de febrero de 1803.
4 AGI. Indiferente, 1558A, N. 1, f. 422, Expedición filantrópica de la vacuna. Extracto general. Madrid, 4 de agosto de 1803.
5 AGI. Indiferente, 1558A, N. 6, fs. 64-70, Resolución del Rey sobre la propagación de la vacuna en ambas Américas y Filipinas, como los medios adoptados para conseguirlo. Madrid, 1 de septiembre de 1803.
6 AGI. Indiferente, 1558A, N. 9, fs. 494-504, Expediente relativo a la expedición de la vacuna en Caracas. Caracas, 9 de mayo de 1804.
7 AGI. Indiferente, 1558A, N. 24, fs. 1285-1290, José Salvany, médico de la expedición, informa al secretario de Estado y del Despacho Universal de Gracia y Justicia de los trabajos que ha realizado en Santa Fe de Bogotá y otros territorios. Santa Fe, 1 de marzo de 1805.
8 AGI. Indiferente, 1558A, N. 26, f.326, Virreinato del Perú. Expediente de vacuna nº 20. Lambayeque, 26 de enero de 1806.
9 AGI. Caracas, 953, Narciso Coll y Prat, Informe en que da cuenta al Real Consejo de Regencia del fallecimiento del Reverendo obispo de Mérida y de Maracaibo don Santiago Hernández Milanés. Caracas, 22 de agosto de 1812.
10 AGI. Caracas, 953, N. 30. Narciso Coll y Prat. El arzobispo de Caracas da razón a su majestad de la conducta pública y privada con que se ha portado desde el 24 de mayo de 1810 que salió de Cádiz hasta el presente. Caracas, 25 de agosto de 1812.
11 AGI. Caracas, 437A, N. 170. José de Chastre. El gobernador interino de la provincia de Guayana publicó en aquella capital un bando, insertando la noticia del terremoto de Caracas para persuadir a los guayaneses de que, así como el cielo ha castigo la iniquidad de aquellos, protege la justicia que ellos defienden. Guayana, 29 de mayo de 1812.
12 AGI. Estado, 63, N. 37. Domingo de Monteverde. El comandante general de Venezuela sobre jura del rey Fernando VII. Caracas, 25 de septiembre de 1812.