De James Bond a las redes sociales: elementos para el estudio antropológico del deseo

From James Bond to Social Media: Elements for the Anthropological Study of Desire

Joan Vendrell Ferre
Universidad Autónoma del Estado de Morelos, Centro de Investigación en Ciencias Sociales y Estudios Regionales

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De James Bond a las redes sociales: elementos para el estudio antropológico del deseo por Joan Vendrell Ferre se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial 4.0 Internacional.

Fecha de recepción: 12 de marzo de 2020

Fecha de aprobación: 18 de marzo de 2021

RESUMEN: A partir de ejemplos de la cultura de masas contemporánea se postula la centralidad del deseo para comprender los actos humanos y el entramado institucional que en su conjunto constituyen una sociedad. Para lo cual se parte de dos grandes perspectivas en lo referente al estudio y la comprensión de esta circunstancia que llamamos “deseo”: la de Jacques Lacan, que podríamos considerar como la “tesis”; y la de Gilles Deleuze y Félix Guattari a modo de “antítesis”. En una tercera parte del trabajo se plantea la posibilidad de llegar a una síntesis. El objetivo general es ofrecer herramientas conceptuales y teóricas para el abordaje antropológico del deseo.

Palabras clave: Deseo, antropología, cultura de masas.

ABSTRACT: Based on examples from contemporary popular culture, this article postulates the centrality of desire as a means to understanding human acts and the institutional network that, taken in its entirety, constitutes a society. To this end, it explores two broad perspectives that refer to the study and comprehension of the circumstance we denominate “desire”: one from Jacques Lacan that we consider the “thesis”, the other from Gilles Deleuze and Félix Guattari, which we take as the “antithesis”. In the third section, we propose the possibility of reaching a synthesis. The general objective is to offer conceptual and theoretical tools for an anthropological approach to “desire”.

Keywords: Desire, anthropology, popular culture.

Introducción

El poder de la palabra “deseo” es bien conocido por académicos, investigadores y activistas. Basta con pronunciarla en una clase o conferencia donde se haya reunido un público interesado en temas sexuales, por ejemplo, para detectar enseguida señales de satisfacción e incluso de alivio. “¡Ah, el deseo!”, parecen querernos decir, como si por fin hubieran comprendido cuál era el punto de nuestra más o menos abstrusa exposición sobre alguna cuestión relacionada con la diversidad o las identidades sexogenéricas, o quizá sobre algún problema antropológico de esos que hoy parecen un poco pasados de moda, como la prohibición del incesto o la universalidad de la familia.

“Deseo” parece haberse convertido, en efecto, en una palabra clave, al estilo de las denunciadas en su momento por Iván Illich (1990). Con ello queremos decir que es una palabra empleada fundamentalmente para cubrir nuestra ignorancia o, si se prefiere, los agujeros que aún presenta nuestro conocimiento sobre toda una serie de cuestiones sumamente importantes para la marcha de nuestras vidas, como lo han sido para la de las sociedades humanas a lo largo de su historia. De igual modo, sería complicado, por no decir inútil, intentar establecer algún tipo de acuerdo básico o alcanzar una definición sobre lo que este deseo pueda ser. Al igual que la “sexualidad” o el “género”, también “deseo” es una de esas palabras cuya cosa parece escapársenos con mayor rapidez cuanto más la pronunciamos.

Lo cierto es que la antropología clásica rara vez se ha ocupado de estos menesteres, como si no le fuera preciso profundizar en ellos. Malinowski, por tomar a uno de los iniciadores de la antropología tal y como la entendemos hoy, se las arreglaba muy bien, o así lo creía él, con la “necesidad”.1 Los seres humanos eran para él fundamentalmente seres necesitados, sujetos de necesidades, y las culturas se encontraban al servicio de la satisfacción de esas necesidades; ello constituía su función. Cabe, sin embargo, recordar que este autor escribió una monografía, pionera en su género, sobre lo que llamó “la vida sexual” del pueblo por él estudiado, los Trobriand o “salvajes del Noroeste de la Melanesia” (Malinowski 1975). ¿Qué le llevó a hacer tal cosa, en principio tan alejada de lo que por entonces parecían ser los intereses primordiales de la disciplina antropológica? Como él mismo dejó asentado en otros escritos, el impulso inicial puede haber sido su temprano interés por la obra de Sigmund Freud y el naciente psicoanálisis (Malinowski 1974, 1995). Hoy sabemos también, aunque quizá su intención no haya sido dárnoslo a conocer, que Malinowski pudo haber sentido la necesidad de dar cuenta, con esa monografía y otros trabajos, de su propia posición como sujeto de deseo en el trabajo de campo. Lo sabemos por su célebre diario “en el sentido estricto del término”, publicado póstumamente.2

Con posterioridad se han efectuado muchas reflexiones sobre la sexualidad de los antropólogos en el campo,3 y de igual modo se han publicado datos en bruto o informes más elaborados, e incluso intentos de síntesis, sobre las vidas sexuales de muchos otros pueblos, así como estudios comparativos e intentos de teorización.4 Aun así, el deseo sigue siendo un punto ciego de la investigación antropológica, dado que, como tal, la disciplina carece de las herramientas teóricas que precisaría al respecto, y cuando se le ofrecen suele rechazarlas. Es como si, como ha pasado a lo largo de la historia de la disciplina con otros temas, la cuestión del deseo no fuera lo suficientemente seria como para merecer la atención del antropólogo.

La posición que defiendo aquí es la centralidad del deseo a la hora de comprender los actos humanos, así como también el entramado institucional que en su conjunto constituye una sociedad. Los seres humanos no se encuentran únicamente sujetos a unas necesidades, sino que son fundamentalmente, a diferencia de otros seres vivos, sujetos de deseo.5 Ninguna antropología digna de este nombre, y mucho menos en un momento en que la disciplina ha vuelto su mirada hacia sus sociedades de origen, las antiguas metrópolis convertidas hoy en las sociedades de punta del capitalismo avanzado en el marco de la llamada globalización, puede permitirse el lujo de seguir empleando términos como “deseo” o “sujeto” como simples palabras clave, especie de nociones de sentido común cuyo contenido estaría supuestamente al alcance inmediato de casi todo el mundo sin necesidad de mayor discusión. Esto en realidad no es así, y eludir la problematización de algo como el deseo sólo sirve para mantener tapados u ocultos, es decir, reprimidos, los puntos ciegos de la teoría antropológica contemporánea. A partir de aquí, el objetivo de este trabajo es ofrecer herramientas conceptuales y teóricas, en una primera aproximación, para permitir el abordaje antropológico del deseo con mayores garantías en cuanto a la operatividad de dicha categoría.

A mi juicio, existen dos grandes perspectivas, aproximaciones o incluso metodologías en lo referente al estudio y la comprensión de esta circunstancia que llamamos “deseo”. Dado que la segunda ha surgido en gran parte como reacción a la primera, podríamos considerar que ambas constituyen las dos caras de un mismo fenómeno e intentar a partir de ahí una aproximación y un intento de abordaje sintético del problema. Empezaré, entonces, por intentar mostrar de la manera más clara posible esas dos aproximaciones fundamentales al problema del deseo, centrándolas en dos obras clave: la de Jacques Lacan, que podríamos considerar como la “tesis”, y la de Gilles Deleuze y Félix Guattari a modo de “antítesis”. Ofreceré igualmente un atisbo de las eventuales relaciones de estas dos aproximaciones fundamentales con las de un autor que merecería un estudio aparte, dado que su relevancia sólo puede ser apuntada aquí: René Girard. Queda por ver si nos es posible llegar a una síntesis, a lo cual se dedica la tercera parte del trabajo. Lo que ahí se plantea debe sin embargo entenderse más como una hipótesis, punto de partida para investigaciones futuras, que como una conclusión. Por último, intentaré apuntar cuál es el papel que el deseo puede estar jugando en la configuración misma de la sociedad capitalista avanzada contemporánea, así como en nuestra inserción en ella en tanto sujetos deseantes más o menos atomizados.

La insoslayable densidad teórico-conceptual de un intento de estas características ha sido aliviada, en la medida de lo posible o cuando la exposición me ha llevado a ello, con ejemplos tomados fundamentalmente de mi trabajo en curso sobre ciertos productos de la cultura de masas contemporánea, por medio de la cual se vehicula hoy gran parte de nuestros anhelos y también, claro está, somos manipulados en tanto sujetos de deseo.

El deseo según Lacan

El punto de partida de Lacan lo constituye una relectura de la obra de Sigmund Freud; siendo psicoanalista él mismo, su posición se encuadra plenamente dentro del psicoanálisis. Se trata de un psicoanálisis “corregido” con base en las aportaciones de la lingüística estructural y que termina por insertarse en el movimiento estructuralista. El estructuralismo de Lacan se encuentra asimismo influido por la obra del antropólogo Claude Lévi-Strauss.

Para Lacan, el deseo se entiende a partir de la carencia. Deseamos porque sentimos que nos falta algo, y sentimos esa falta a partir de nuestra entrada en el lenguaje por medio del proceso que constituye propiamente nuestra “castración”. Para poder entrar a formar parte del mundo humano -siempre en alguna de sus formas culturales específicas-, debemos aprender a renunciar a lo que podríamos llamar nuestra relación inmanente con el mundo en general. La adquisición del lenguaje crea una distancia, espacio propicio para el desarrollo de eso que llamamos el deseo. La teoría lacaniana introduce aquí elementos que no aparecían en Freud o en el psicoanálisis más directamente derivado de él. Intentaré ceñirme únicamente a lo concerniente a la problemática del deseo.

En primer lugar, debemos distinguir a la necesidad de la demanda. Dicha distinción nos permite comprender que los deseos humanos no se corresponden con unas supuestas “necesidades básicas”. Los humanos no se limitan a satisfacer necesidades, sino que plantean demandas, y éstas, según Lacan, son siempre demandas de amor. Cuando el niño pide agua a su madre no está esperando únicamente esa agua que le permitiría satisfacer su necesidad, sino el gesto de su madre al proporcionársela, lo cual indica el amor, preocupación o como se lo quiera llamar, que la madre siente por él, algo así como un reconocimiento. Una posible explicación de este añadido a la simple necesidad estaría en la fuerte dependencia en sus primeros años de vida del infans humano con respecto a su madre o a quien hace el papel de ésta, la persona que se encarga del cuidado. El niño no puede satisfacer necesidad alguna si no es entrando en una relación que ya cuenta con unas reglas articuladas en un lenguaje. Se trata entonces de un contexto donde cada gesto adquiere un sentido comunicacional, no únicamente en el de una conducta programada, como ocurre entre los animales, sino en el sentido de que al comunicar se está reforzando la función comunicativa misma. Al no estar genéticamente preprogramada, sin dicho refuerzo permanente dicha función se desplomaría, por lo que la interacción humana no únicamente se refiere a su contenido explícito, sino también a la interacción misma. La demanda, en este sentido, remite al hecho de que el mantenimiento del vínculo no puede darse nunca por sentado. Nunca podemos tener la seguridad de que nuestra demanda será satisfecha, y con ello nuestra necesidad automáticamente colmada. Esto nos convierte en seres radicalmente demandantes, necesitados de agua, comida, cobijo y otras cosas, pero a la vez necesitados de “amor” en el sentido del reconocimiento y de las relaciones que de él se derivan y que nos permitirán satisfacer esas necesidades.

Nuestra necesidad de aliviar la tensión sexual, en todo sentido parecida al hambre,6 da a la demanda de amor una nueva dimensión, de donde surge lo que llamamos la “relación sexual”. No porque no podamos satisfacer esa tensión igual que podemos satisfacer el hambre, es decir, pasando al acto de comer o al de coger -incluida claro está la masturbación, dado que la satisfacción que se trata de alcanzar es el llamado “orgasmo”-, sino por la necesaria implicación aquí, una vez más, del reconocimiento por parte de un partenaire real o imaginario. La necesidad sexual se convierte entonces, igualmente, en demanda de amor. Satisfacerla por medios propios, o venales, no nos proporciona la satisfacción de dicha demanda, por lo cual resulta frustrante. Las personas se acomodarán mejor o peor a dicha frustración según las circunstancias y la biografía, pero la demanda quedará de todos modos insatisfecha y de igual modo el deseo, porque como reza el dictum lacaniano, “el deseo siempre es el deseo del otro”. Necesitamos, de hecho demandamos, ser deseados, es decir, reconocidos y amados.

Pasemos ahora a la distinción entre anhelo y deseo. El anhelo es aquello que sí puedo satisfacer desde el punto de vista de la necesidad. Es decir, si tengo hambre y procedo a asimilar una serie de nutrientes que eliminen dicha sensación, he alcanzado la satisfacción de mi anhelo y quizá también, según las circunstancias, la de mi demanda. Pero no he satisfecho mi deseo en modo alguno. Ello es así porque el deseo se alimenta de algo en mí, llamado por los diferentes autores “núcleo traumático” o “deseo básico”, a lo cual no puedo acceder directamente, por lo que no puedo tampoco satisfacerlo nunca de una manera simple y fácil. Dicho núcleo o deseos inaccesibles proceden de mi época como infans -y quizá de antes-, es decir, como ser absolutamente dependiente y todavía privado de lenguaje.7 Al no haber sido articulado lingüísticamente, al carecer de nombre, dicho trauma primordial permanece desconocido para mí, pero ejerce un efecto permanente de distorsión sobre mis necesidades, mi demanda y mis anhelos. Ésta es la clave del famoso dictum freudiano en el sentido de que los sueños son siempre expresión de deseos. Aunque tanto su contenido manifiesto, como el latente que es posible deducir de él, no parezcan referirse a deseo alguno, lo cierto es que el deseo está siempre ahí, provocando la distorsión que, por medio de los mecanismos analizados por Freud, produce el contenido manifiesto que nos es accesible y que a veces, mal que bien, podemos recordar. Si yo sueño que me compro un carro y deduzco de ello que anhelo un carro, con eso todavía no he alcanzado el verdadero nivel del deseo. El deseo es lo que distorsiona el simple anhelo de tener un carro y lo convierte en la imagen soñada de un auto deportivo último modelo, por ejemplo.

Podemos ofrecer muchos otros ejemplos de dicha distorsión: tengo hambre y sueño con un plato de caviar o un bife de chorizo bien jugoso; podría haber soñado con un simple plato de frijoles y unas tortillas, pero el deseo ha distorsionado mi anhelo. La publicidad, pero también la propaganda y contrapropaganda políticas, juegan continuamente con estos diferentes niveles en cuanto a la satisfacción de nuestras “necesidades”. Bastará aquí un ejemplo: en la pasada campaña presidencial mexicana, circuló por las redes sociales un meme que mostraba diferentes platillos, dos de los cuales eran un simple plato de frijoles o una sopa preparada del tipo maruchán, mientras que el tercero lo constituía un jugoso bife de chorizo, u otro tipo de corte equivalente, acompañado de su guarnición completa. Los dos primeros eran “lo que comías con el PRI” (el partido entonces en el poder) o “lo que comerás con Morena” (partido cuya victoria era previsible en las elecciones). El tercero iba acompañado con el mensaje: “esto es lo que comerás cuando te pongas a trabajar y dejes de esperar que el gobierno te resuelva la vida”. En este caso se apela a nuestro de deseo, no únicamente de comer carne -el “ansia de carne” de que habla Marvin Harris (2005)-, sino de comer la mejor carne. Con ello se pretende incitarnos a trabajar y a valernos por nosotros mismos, es decir, en términos de la ideología subyacente, a autoexplotarnos o convertirnos en nuestros propios “empresarios”, a la vez que se fomenta la desconfianza en la política tradicional y la democracia de partidos.

En el plano sexual, mi necesidad de aliviar una determinada tensión sexual, es decir, mi necesidad de orgasmo o de algún tipo de descarga, se traduce en el sueño en ser deseado por una bella mujer -o un galán, dado el caso-, y quizá incluso en hacer el amor con ella -muchas veces despertándonos en el punto culminante con la consiguiente frustración-. Notémoslo bien: no soñamos únicamente con el acto sexual, sino con el hecho de ser reconocidos, amados, es decir, deseados por el otro. De lo que se trata, y no hay que perderlo nunca de vista, no es simplemente de satisfacer una necesidad, sino de una demanda de amor, y no únicamente de un anhelo, sino de dicho anhelo distorsionado por el deseo. Con lo cual, no está de más decirlo, el deseo propiamente dicho nunca puede ser satisfecho. Cualquier satisfacción nos llevará a una nueva demanda y nuevos anhelos. De ahí la permanente inseguridad en cuanto al amor del otro y la necesidad de recibir pruebas constantes de éste.

Ateniéndonos a las sugestiones masculinas tal como han sido establecidas en la cultura machista contemporánea, una de las sagas cinematográficas donde todo esto se muestra de manera más clara es la de James Bond, el célebre “agente secreto 007 con licencia para matar”. Cada película de la serie puede ser vista, desde la perspectiva que manejo aquí, como el sueño de realización de todo un conjunto de anhelos masculinos: poder, violencia, seducción, comida y bebida, vivienda, vestido, juego y, claro está, sexo. Poder nada menos que para salvar al mundo, incluida la capacidad de ejercer la violencia necesaria para ello, con sus connotaciones de caza mayor, desafío, duelo y guerra. Seducción, es decir, capacidad ilimitada para suscitar el deseo del otro, en este caso, una otra permanentemente renovada, siempre ocupando la misma posición8 y a la vez siempre diferente. El hambre y la sed satisfechos de acuerdo con los anhelos del sibarita más refinado, a lo que en las películas más antiguas podemos incluir el tabaco. Conviene no olvidar que James Bond es en su origen un personaje de la novela popular, dentro del género de aventuras de espías, constituyendo a su vez un perfecto ejemplo de lo que Umberto Eco ha llamado “el superhombre de masas”. Creado por el escritor y exespía inglés Ian Fleming, su primera aparición tiene lugar en la novela Casino Royale, en el contexto de la década de los cincuenta del siglo pasado (Guerra Fría), donde se nos muestran ya todas las características que comentamos aquí: gastrónomo, gran bebedor, fumador empedernido, mujeriego, jugador y amante de los autos conspicuos y veloces. Como ha sido señalado por el propio Eco, en las traducciones a veces se pierden los detalles más sibaríticos en cuanto a las preferencias del personaje, dado que los traductores suelen cortar por lo sano al respecto (traduciendo simplemente “whisky” por un determinado tipo de bourbon, por ejemplo). Sin embargo, las películas recuperaron y expandieron esta característica del Bond connoisseur, forzándola a veces hasta la parodia.

Al sibaritismo gastronómico cabe sumarle la itinerancia por los mejores hoteles del mundo, situados en todo tipo de parajes exóticos de moda, hasta el punto de convertir las películas, sobre todo, en la época en que el personaje fue interpretado por Roger Moore (básicamente en los setenta), en verdaderos folletos de propaganda turística. Pero la tendencia ha durado hasta las películas interpretadas por el Bond más reciente, Daniel Craigh. Baste recordar que la última estrenada hasta el momento, Spectre (2015), inicia con la típica apertura desarrollándose en Ciudad de México, supuestamente en plenas festividades del Día de Muertos. El reclamo turístico fue aducido por el entonces gobierno de la entidad para contrarrestar las críticas suscitadas por las molestias provocadas por el rodaje. Pero quizá lo más sorprendente sea la influencia del fantástico desfile imaginado por los creadores de la película en la estética de los que, desde entonces, se han celebrado en Ciudad de México con motivo de esa festividad.

Podemos hablar igualmente de la elegancia suministrada al personaje por los sastres más renombrados del momento, así como de los vehículos perfectamente adecuados a los anhelos de elegancia, seducción y poder. La vida entendida como juego -es decir, no como necesidad-, y la imposibilidad de perder. Y ser deseado por las mujeres más exquisitas y ajustadas a los cánones de belleza en cada época de la saga, entre las cuales siempre habrá una elegida que finalmente satisfará la demanda de amor, pero que a la vez será sustituida en la siguiente película por otra “elegida” parecida. James Bond nunca se limita a lidiar con delincuentes vulgares, no es un simple ligón de discoteca ni necesita recurrir a la prostitución -ni, cabe suponer, tiene necesidad alguna de masturbarse-; nunca lo veremos comiéndose una torta en el carro mientras espera a que aparezca el malo, vestir descuidadamente -excepto por exigencias del guion-, alojarse en pensiones de mala muerte, ir mal rasurado o peinado o manejar vehículos cochambrosos -excepto, de nuevo, cuando la historia así lo requiera-, o perder en el juego y ofuscarse por ello, o conformarse con lo que hoy llamamos “mujeres reales”. Su saga, compuesta hasta el momento por 25 películas -la última de ellas todavía pendiente de estreno por causa de la pandemia de covid-19-, es una saga presidida por el deseo, la ilustración de las sugestiones masculinas en la era del machismo, lo cual explica en gran parte su éxito. Su continuidad nos habla de la continuidad de esos anhelos, pero también del acierto de haber convertido al personaje en algo así como un héroe contemporáneo del deseo masculino. A Bond no le basta con saber pilotar aviones, tiene que poder ponerse a los mandos de un cazabombardero o una lanzadera espacial. Tampoco le basta el caviar; tiene que tratarse del “mejor Beluga”. Resulta a este respecto emblemática la escena inicial, previa a los créditos (una tradición típicamente bondiana copiada después por otras franquicias), de A View to a Kill (1985). Podemos observar en ella a un envejecido Bond (se trata de la última película protagonizada por Roger Moore) quien, después de aniquilar a todo un contingente del ejército soviético, se introduce en una de sus clásicas “cápsulas” o vehículos de escape. Dicho vehículo, en cuya compuerta de entrada se encuentra pintada la bandera británica, y cuyo interior constituye a todos los efectos un espacio uterínico, es tripulado por una “chica Bond”, por supuesto joven y canónicamente bella (según el canon de los ochenta). La joven inquiere al agente por el resultado de su misión, ante lo cual vemos a Bond hurgar en su mochila e ir sacando, por este orden: 1) una lata de caviar, best Beluga; 2) una botella de vodka; y solo, en tercer lugar, el “microchip”, cuya recuperación se supone constituye el objeto de su misión. Una vez concluida la demostración, el agente conmina a su ayudante a conectar el piloto automático del vehículo (disimulado como un iceberg) y la arrastra hacia un mullido sillón, dispuesto a pasar cómodamente con ella -y el caviar y el vodka, claro está- el tiempo de viaje hasta su destino. Este tipo de escena se repite en diversas películas de la serie, con variantes, con lo que cabe considerarla una de las que definen el mito Bond. Nos dice claramente que el verdadero objetivo de James Bond no es otro que la mujer, una mujer conspicua en un entorno conspicuo, con todas las comodidades y placeres gastronómicos, y convenientemente aislado del mundo exterior y de sus preocupaciones. Algo muy parecido a lo estudiado por Beatriz Preciado (2010) como la “pornotopía playboy”. Por supuesto, la chica cumple con los estándares exigidos en esos años para la “playmate del mes”, y también se ha dado el caso de la participación de playmates en películas de la serie. Y claro está, no le basta una mujer, tiene que tener dos o tres por película, todas ellas mujeres excepcionales, y al final obtener la satisfacción de su demanda de amor por parte de la mejor dotada para ello, física, intelectualmente o ambas cosas.

El deseo según Deleuze y Guattari

Debemos ocuparnos ahora de nuestra antítesis, la teoría sobre el deseo formulada por Gilles Deleuze y Félix Guattari en El Anti Edipo, y ampliada posteriormente en diversos textos y cursos, en especial, en lo que aquí nos concierne, por Deleuze.

La llamo antítesis, con relación a la anterior, porque de hecho parece surgir en su directa oposición, como una respuesta no únicamente a Lacan, sino al propio Freud y al psicoanálisis en su conjunto. Lo primero que hacen Deleuze y Guattari es rechazar las nociones de “falta” o de “carencia”. Si éstas pueden ser consideradas como centrales en la formulación lacaniana del deseo, en el caso de Deleuze y Guattari se verán sustituidas por la de producción. Para estos autores, los seres humanos son fundamentalmente productores de deseos, a título de verdaderas “máquinas deseantes”. De igual modo, para ellos el deseo no se explica desde una trascendencia originada e impuesta por el lenguaje, sino que nos resulta inmanente. En resumidas cuentas, el deseo es lo que fundamentalmente somos más allá o por debajo de cualquier lenguaje. No existe tampoco, claro está, castración alguna a no ser en la mente de los psicoanalistas.

El verdadero héroe del deseo, para Deleuze y Guattari, lo es “el esquizo” (de esquizofrénico), personaje que ellos toman de las novelas y cuentos de Samuel Beckett (algo así como la antítesis del Bond de Ian Fleming). “Totalmente cierto es que el esquizo hace economía política y que toda la sexualidad es asunto de economía” (Deleuze y Guattari 1995, 20). Algo que difícilmente podría decirse de Bond, quien más bien se dedica a la destrucción (en una de las películas es parodiado como experto en “demoliciones”, por contraste con un empresario de la construcción), y cuya sexualidad más bien entraría en la economía del gasto puro, o la consumación (incluida la destrucción del objeto de deseo), en la línea de la “parte maldita” teorizada por Georges Bataille (2007). Mientras en el universo de Deleuze y Guattari, y de su esquizo, todo es pensado en términos de producción, las películas de James Bond parecen celebrar el potlach de los kwakiutl de la costa noroeste de Norteamérica, es decir, la destrucción por la destrucción, como desafío, como si cada película tuviera que ser superada por la posterior en el número de coches, edificios, personas, embarcaciones, aviones, etcétera, pero también mujeres, sacrificados a título de parte maldita del capitalismo.

Como ya se ha dicho, Deleuze y Guattari conciben como inmanente esta producción deseante. En su intento de hacer borrón y cuenta nueva del psicoanálisis llegan a hablar de un “plano de inmanencia” en el cual se desarrollaría nuestra vida y donde no tendría sentido plantearse carencia alguna ni cualquier otra cosa derivada de la castración operada por la entrada en el lenguaje o en el orden simbólico. No tiene sentido hablar de demanda, ni siquiera de “necesidad”, ya que no operamos a partir de la escasez, sino de la sobreabundancia. En cuanto al inconsciente, máquina deseos todo el tiempo, y tampoco se encuentra estructurado como un lenguaje, según había sido formulado por Lacan, ni nada por el estilo.

En resumidas cuentas, si nuestra tesis consistía en concebirnos como seres fundamentalmente carenciales, a partir de ahí demandantes, y con nuestros anhelos transformados en deseos por la acción de un núcleo traumático oculto alrededor del cual damos vueltas pero sin poder acceder a él jamás, la antítesis propuesta por Deleuze y Guattari nos postula como seres que no carecen de nada, a quienes nada falta, que por lo tanto no demandan nada, mucho menos amor, y que se limitan a proyectarse en el mundo a partir de un deseo que les es inmanente. En tanto máquinas deseantes, nos enganchamos o somos enganchados a lo social de diversas maneras, pero basta con desbloquearnos o con encontrar “líneas de fuga” para que todo vuelva a fluir. El cómo conseguir que se produzcan estos desbloqueos, o lo que los autores llaman “desterritorializaciones”, ya sería un problema de orden fundamentalmente ético-político y práctico.

Se ha considerado, seguramente con algo de razón, que las tesis de Deleuze y Guattari se corresponden perfectamente con el mundo construido por el capitalismo industrial. Han sido incluso tachados, en especial Deleuze, de “posmodernismo”.9El Anti Edipo constituye el primer volumen de una obra llamada en conjunto “Capitalismo y esquizofrenia”, completada con Mil mesetas. Su figura central, en cuanto tipo humano, es el “esquizo”, tomado del esquizofrénico definido por la psiquiatría. Con ello pretendían, una vez más, contraponerse al psicoanálisis, donde las figuras clave son el neurótico y el paranoico, así como también el perverso y esa figura de difícil o imposible abordaje: el psicópata. A todos ellos, como contestación y a la vez como superación, Deleuze y Guattari contraponen el esquizo, siendo la esquizofrenia, según estos autores, lo propio del capitalismo industrial avanzado. Deseo paranoide, entonces, o deseo esquizofrénico; el deseo del otro puesto frente a la máquina deseante que no se detiene ante nada ni, claro está, ante nadie, es decir, que ya no depende de otro alguno.

¿Es posible llegar a una síntesis entre ambas posiciones, en apariencia tan extremas? Introduzcamos antes de ello algunas salvedades. En primer lugar, si se analizan cuidadosamente, se observará que ambas propuestas no se encuentran en un mismo plano en cuanto a su “realidad”. Las tesis de Lacan proceden de observaciones clínicas, del estudio de casos concretos, ya sea efectuado por él mismo o por otros investigadores. Ello constituye a la vez su fuerza y su debilidad. Fuerza, si pensamos que se trata de una empresa de elaboración de modelos interpretativo-teóricos que pueden dar cuenta de las observaciones efectuadas, es decir, de los datos disponibles y los hechos que es posible inferir a partir de ellos. Las tesis de Lacan y de su escuela cuentan, por ello, con un sustento. Ahora bien, y de ahí la debilidad, se refieren a casos que han podido ser observados en un contexto cultural e histórico muy concreto. Por ello, su generalización o, como a veces gustan de decir estos autores, su universalización, se presenta problemática. En el caso de Deleuze y Guattari, y a pesar del aval entusiasta por parte de antropólogos como Pierre Clastres,10 uno no puede evitar tener una impresión parecida, con el agravante de que las tesis del Anti Edipo, lejos de referirse a una realidad concreta, dan en todo momento la impresión de especular sobre un mundo que tendría mucho más que ver con la utopía que con los hechos de la historia. Así, las acusaciones de pesimismo o de fatalismo vertidas contra Lacan y sus epígonos, o contra el psicoanálisis en general, quizá debieran ser trasladadas a la sociedad en donde surge dicha corriente teórica y a los individuos por ella producidos, que el psicoanálisis se limitaría a intentar describir, comprender y, en la medida de lo posible, explicar. Por su parte, el cuadro revelado por Deleuze y Guattari, en ciertos momentos excesivamente optimista, o al menos esperanzador, parece remitirse a una sociedad hipotética, que nos es imposible apreciar porque su existencia se encuentra impedida por un conjunto de mecanismos de represión, bloqueo, ocultamiento, etcétera, que impiden que se muestre. Digamos, entonces, que mientras la mecánica del deseo analizada por Lacan constituye un modelo heurístico o explicativo, más o menos acertado, de la situación existente y por ello observable, las máquinas deseantes de Deleuze y Guattari funcionan más bien como una arriesgada especulación sobre un conjunto de fuerzas o energías -los autores llegan a hablar de “energía deseante”- supuestamente capturadas por la sociedad observable, sus instituciones y sus estructuras económicas y simbólicas, y por ello imposibles de apreciar en su plena operación.11

Lo cierto, visto en la perspectiva actual, es que la utopía imaginada por Deleuze y Guattari no llegó nunca y que el capitalismo sigue vigente, no ya el del consumo, sino el del hiperconsumo y más allá (Lipovetsky 2007). Habiéndosele añadido, además, ese nuevo factor llamado Internet, con el éxito de las redes sociales y el control que ello supone sobre los consumos y, por ende, los deseos de cada uno de nosotros. ¿Quién decide hoy sobre nuestros deseos? Quizá muchos contestarían que un algoritmo, es decir, una máquina. En este sentido, ciertamente, Deleuze y Guattari habrían tenido razón, sólo que, como apunta Néstor Braunstein (2013), se habrían adelantado a su tiempo. En tanto máquinas deseantes, hoy todos parecemos enganchados a ese gigantesco cuerpo sin órganos, verdadera instancia de antiproducción, llamada la Red. Es desde esa red desde donde se organizan nuestros flujos de deseo, decidiéndose qué es lo que pasa y lo que no pasa, por dónde, etcétera. Por supuesto, existe la resistencia, en gran parte funcional o cooptada por la misma Red; en ese aspecto, entonces, nada nuevo bajo el sol, excepto quizá un cambio en la instancia dominante, que ya no sería la Ley del Padre, ni mucho menos su Nombre, ni tampoco sus representantes institucionales, sino pura y simplemente esa entidad sin rostro, sede ni cuerpo, como un vacío acrecentado para contenerlo todo y que amenaza igualmente con tragárselo todo: la Red.

Pero con eso nos acercamos a la cuestión de cómo se estructuran y son colonizados nuestros deseos, de lo cual nos ocuparemos más adelante. Por ahora, permítasenos volver a nuestras dos posiciones de partida, tesis y antítesis, e intentar ver cómo operan con relación al individuo, es decir, al sujeto de deseo. ¿Qué tipo de sujeto, o de subjetividad, deseante podemos inferir de cada uno de estos modelos?

Deseo y subjetividad

Empecemos con el sujeto de deseo, o deseante, lacaniano. Es alguien a quién le falta algo, siente una carencia y precisa reconocimiento. Alguien situado en una posición de demanda, imposible de satisfacer por completo, y cuyos anhelos, derivados de estados de tensión o excitación, tienden a fijarse sobre objetos desmesurados con respecto a la necesidad. Personaje condenado a la castración, a la inseguridad en cuanto a sí mismo y su posición en el mundo (reconocimiento), y a la insatisfacción permanente. Condenado por ello asimismo a entrar en relación con el otro, quien puede proveer la ilusión de tener lo que al sujeto de deseo le falta. Con ello el deseante inviste de poder al deseado, aunque se trate de un poder momentáneo. A partir de este esquema, se ha podido decir que la posición de deseo es la posición masoquista. Lo encontramos en la estructura del amor-pasión tal como se da y ha sido teorizado en Occidente partiendo del modelo de la Dama y su Caballero. Por muy degradado que se encuentre dicho esquema, es el que podemos contemplar todavía hoy en los miles de vídeos pornográficos de la categoría femdom (dominación femenina). Nos encontramos ante una reminiscencia de las pruebas impuestas por la Dama del amor cortés bajomedieval a su Caballero sirviente. Lo que él espera de dicho “intercambio” es el reconocimiento de su demanda de amor, por medio de algún gesto. No se trata de satisfacer necesidad -en su sentido biológico- alguna. Sin embargo, sí podríamos pensar en el anhelo de mantener la tensión o la excitación, demorando la descarga. Como tal, dicho anhelo puede lograr su cumplimento tarde o temprano, cuando la señora en cuestión otorgue permiso al servidor para “venirse” -o sea lo suficientemente desprendida o generosa como para procurarle el orgasmo ella misma-, pero dicha resolución quedará muy lejos del deseo suscitado, con lo cual es de esperar que éste se reanude de inmediato, entrándose así en una espiral cuya culminación consiste en alcanzar el Goce, es decir, la muerte. Sería el caso en que la Dama, Señora, Dueña o Ama termina por matar a su adorador o por dejarlo por muerto.12 Nos encontramos aquí en un universo cuyas mejores descripciones literarias hasta hoy han sido las proporcionadas por Leopold Von Sacher-Masoch, de cuyo apellido se deriva el término “masoquismo”.

Ni que decir cabe que el masoquismo puede darse igualmente por la parte femenina, cuando la mujer expresa el deseo de ser sometida, dominada o incluso maltratada de formas y en grados diversos. Puede hablarse entonces de una verdadera pulsión de muerte regida por el goce, un verdadero goce de la víctima.

Claro está que la mayoría de los sujetos de deseo no llevan el masoquismo de su posición a las situaciones descritas, pero ello no quiere decir que la historia de las relaciones sexo-afectivas, o la vida cotidiana de matrimonios y familias, no se encuentre regida por formas más o menos veladas de masoquismo. Cualquier posición de “sacrificio” (por los hijos, por la familia, por salvar el matrimonio…) puede ser contemplada desde este punto de vista, acercándonos así a una mejor comprensión de la llamada “servidumbre voluntaria”. No pretendo decir que con esto lo tengamos todo resuelto, ya que los factores sociales, lo que Deleuze (2006) llama las formas de “subjetivación” juegan igualmente un gran papel. Pero cabe pensar, siempre desde esta perspectiva psicoanalítica lacaniana, que la estructura de la carencia y la demanda, motivada por el hecho antropológico de la dependencia total sufrida durante nuestros primeros años, no es ajena a la posibilidad de la implantación de poderes despóticos y sistemas de estratificación social. Su análisis detallado excede los límites de este estudio.

Podemos completar este cuadro añadiendo dos perspectivas más: la de la dialéctica del amo y el esclavo tal como fue formulada por Hegel, y la del deseo mimético teorizado por el antropólogo René Girard.

Visto en términos hegelianos, parece claro que la posición del sujeto de deseo se corresponde con la del esclavo. De ahí la paradoja del amo, quien no puede encontrar reconocimiento alguno en el sometimiento del esclavo, viéndose así, al menos en cuanto al deseo, en una posición insostenible. El gran momento -y una de las claves del triunfo- del cristianismo es cuando se consigue desplazar el deseo hacia el Dios Padre único, al que desde entonces tanto el amo como el esclavo se someten y al cual veneran por igual. Frente a Dios, el antiguo amo y el antiguo esclavo son iguales, al menos en cuanto a su posición deseante, y Él los reconoce por igual (o no los reconoce en absoluto, lo cual para el caso es lo mismo, porque ya vimos que la demanda no puede ser nunca satisfecha; es decir, es incluso mejor).

Trasladado todo este esquema a las relaciones sexo-afectivas, o “amorosas”, el resultado es una situación imposible, dado que el deseo nunca puede circular de la misma forma en ambos sentidos. Cuando elevamos a alguien, que para nosotros funciona en tanto que objeto, a la dignidad de amo, con capacidad para otorgarnos el bien más preciado, el reconocimiento, y con él la satisfacción momentánea de la demanda, él o ella quedan situados en una posición completamente insatisfactoria. Ello es así porque el amo nunca puede quedar satisfecho con el reconocimiento que le brinda el esclavo, dado que para el amo el esclavo no es nada, es decir, nada con el poder de reconocer, de satisfacer la demanda de amor. Visto en términos de anhelo/deseo, cabe suponer que los orgasmos del “esclavo”, es decir, del enamorado, serán satisfactorios, y su deseo creciente, en la misma medida en que decrecen la satisfacción y el deseo por parte del objeto de su amor. Inevitablemente, dicho objeto de amor, en sí mismo un sujeto deseante, buscará a su propio amo, alguien capaz de satisfacer su propia demanda de reconocimiento, que lo mantenga en la posición masoquista de deseo y con ella le proporcione, aunque sólo sea de vez en cuando, orgasmos plenamente satisfactorios. Y así, ad infinitum. La pasión recíproca deviene con ello una verdadera misión imposible.

Todo este asunto, ya de por sí complicado, recibe sobre algunos de sus aspectos una nueva luz si tenemos en cuenta la “geometría del deseo” postulada por René Girard (2012). El fundamento de su esquema es el llamado “deseo mimético”, es decir, la necesidad de que haya alguien que nos señale qué es lo deseable, dada la incapacidad de establecerlo por nosotros mismos. Y eso sólo se puede hacer por medio del deseo mismo, lo cual implica que aprenderemos a desear lo que desean los otros, ya en un sentido genérico, ya en el sentido más particular e insidioso del objeto de deseo mismo.

Nótese que con Girard tocamos un problema nuevo, que hasta ahora sólo habíamos rozado: ¿qué es lo deseable? ¿Cómo puedo saber qué tengo que desear? Cuando hablábamos de la diferencia entre el anhelo y el deseo, entre el plato de frijoles y el pato a la naranja, hemos dejado sin tocar la cuestión. Volviendo a nuestro ejemplo tomado de la cultura de masas: ¿cómo sabe James Bond qué marcas de autos, comidas o licores, habitaciones de hotel, centros de vacaciones, o tipos de mujeres o las mujeres mismas, son, no ya deseables, sino los más deseables? La respuesta social la veremos más tarde, en el sentido de cómo ha aprendido Bond -y todos nosotros- a acomodar sus deseos a las necesidades del sistema capitalista. En el plano más individual, es decir, no ya en cuanto a una marca de automóvil, sino a una mujer con nombre y apellidos, un determinado cuerpo y rostro, forma de moverse, estilo en el vestir, etcétera, la respuesta es mucho más insidiosa: lo sabe porque así se lo señala su rival mimético, que en este caso suele ser su enemigo, el malo de la película. Para tener a una determinada mujer, Bond debe quitársela a su rival, lo que, en la mayoría de los casos, derivará en el asesinato de dicho rival.13

La geometría del deseo postulada por Girard encaja perfectamente con la estructura del mito Bond, y podríamos decir que en las películas donde mejor encaja son igualmente las que mejor reproducen esa estructura, mito que por cierto no es otro que el muy antiguo de San Jorge, la Doncella y el Dragón, o yendo todavía más lejos el de Perseo, Andrómeda y el Leviatán.14 El agente secreto 007, desde esta perspectiva, puede ser considerado un caballero andante de nuestro tiempo cuya verdadera misión, como la de todos los caballeros andantes (Ruiz-Doménech 1993), no es otra que la de conseguir mujer y hacienda robándoselas al Ogro, también conocido como el mal caballero o caballero felón, o sea, el malo de la película. Dada su condición de funcionario al servicio de otro poder, el Estado, en el caso de Bond la hacienda pasa a un segundo plano. Podemos concentrarnos entonces en el otro aspecto: la mujer. En la mayoría de las películas -y de las novelas- nos encontramos ante la aparición de una mujer cuya peculiaridad, aparte de los encantos, es decir, los atractivos que pueda poseer por sí misma, es que es la mujer de otro, nada menos que la mujer del Malo (Ogro, Dragón, Leviatán, o similares). El malo, es decir, el antagonista, funciona siempre como el rival mimético por excelencia de Bond, de manera que la chica del malo, o deseada por el malo (quien quizá todavía no la consiga), se convierte automáticamente en objeto de los deseos del agente. Las películas suelen terminar con el cambio de manos de la chica, transferida desde su poseedor original a Bond una vez eliminado aquél. Por supuesto, la lógica del deseo mimético implica que el agente perderá interés por la chica enseguida, y de hecho, en la siguiente película de ella ya no tendremos noticia alguna, como si se hubiera desvanecido en la nada. Y así ha sido, se ha desvanecido como objeto de deseo porque ha desaparecido aquello que la convertía en objeto de deseo para Bond: el rival.

Volviendo a las relaciones pasionales ordinarias, las que todos nosotros, que estamos muy lejos de ser un personaje de ficción como James Bond, hemos tenido ocasión de vivir alguna vez, el deseo mimético arroja luz sobre situaciones de otro modo de difícil explicación. Cuando, por ejemplo, nuestro objeto de deseo nos abandona y, en lugar de encontrar al amo que busca, es encontrado por un nuevo esclavo, un nuevo sujeto de deseo, nuestro deseo original se redobla, superponiéndose al del nuevo adorador. Es previsible, en cambio, que si el anterior objeto de nuestra adoración encuentra a su propio amo, de igual modo rápidamente perderá interés para nosotros, perderá su “aura”, su ascendiente. Otra situación clásica es aquella en que, habiendo perdido el interés por nuestro objeto o, bien, siendo deseados por alguien que nos ha puesto en la situación del amo, hagamos todo lo posible para que dicho objeto suscite el interés de un tercero, esto lo elevará a nuestros ojos y nos permitirá plantearle la demanda, etcétera. Las combinatorias posibles son múltiples y en sus Geometrías del deseo René Girard ha explorado varios ejemplos de éstas.15

Todo esto parece bastante convincente y, sin embargo, desde la perspectiva de Deleuze y Guattari todo adquiere otro sentido. Intentaremos verlo a continuación realizando, de nuevo, un intento de caracterizar al sujeto de deseo, o deseante, tal como puede ser planteado desde sus tesis.

Un sujeto de deseo deleuziano-guattariano, ante todo, no sufre carencia alguna. “Carencia” es una palabra proscrita dentro del lenguaje deleuziano.16 Se puede decir que, si la noción lacaniana de deseo se entiende desde el fin hacia el que dicho deseo se encuentra orientado, la de Deleuze se entiende mucho mejor desde su origen. Nada puede importar menos, en un mundo deleuziano, que la finalidad o el objeto hacia el que se orienta el deseo. Lo importante es el funcionamiento deseante mismo, y dicho funcionamiento no depende de nada externo al sujeto, de ninguna falta ni mucho menos de una necesidad. No hay aquí demanda alguna. El sujeto deleuziano desea porque ello le es inherente, es decir, el sujeto es inmanente al deseo, sin trascendencia alguna. La trascendencia vendrá dada, en cualquier caso, por el socius, cuando la máquina deseante que el sujeto es en sí mismo sufra algún tipo de fijación, sea capturada por el aparato social o por ese aparato de captura moderno, indispensable en el sistema capitalista, constituido por el Estado.17 En ese momento, la producción deseante puede devenir una forma de antiproducción, al quedar la máquina, es decir, el sujeto, adherida de algún modo al cuerpo sin órganos.

Quizá la mejor forma de caracterizar a un tal sujeto de deseo sea mediante la imagen de la “conexión”. Las máquinas deseantes establecen conexiones, se conectan en todo momento con otros entes de su entorno, ya se trate de cuerpos, de objetos o de otras máquinas. La conexión es impulsada siempre desde el sujeto, o mejor dicho desde algo que trasciende al sujeto mismo, pero en lo que él se encuentra inmerso. El deseo trasciende al sujeto, no parte de él, pero por lo que se refiere al sujeto mismo, cualquier trascendencia se encuentra abolida; el sujeto es inmanente al deseo, es en sí mismo deseo. Más allá de ese deseo impersonal, maquínico, cualquier otra posible realidad del sujeto resulta problemática. El deseo nos constituye.

Cualquier persona que haya estado cerca o trabajado con niños pequeños, con el infans anterior a la adquisición del lenguaje, puede reconocer en la imagen de la máquina deseante propuesta por Deleuze y Guattari al humano en sus primeros meses de vida. El infans se caracteriza por establecer todo tipo de conexiones con su entorno, para desesperación a veces de sus padres o cuidadores. Nos encontramos, según las ya célebres frases iniciales de El Anti Edipo, con un “ello”: ello besa, ello caga, ello se calienta…18 Ciertamente, la máquina deseante de Deleuze y Guattari es ante todo un ello, de ahí su inmanencia con el mundo; no hay ahí nada que dirija, que oriente, o siquiera que demande. Por supuesto, no hay nada que desee; sólo hay deseo. La trascendencia, la ilusión del piloto en la máquina, no aparecerá sino más tarde, con la adquisición del lenguaje, y con él la de la conciencia. A partir de aquí, el ello se verá sustituido por un yo, lo cual no deja de ajustarse al célebre dictum freudiano: “donde era ello, ha de ser yo”.

La mejor forma de articular estas dos aproximaciones esenciales al problema del deseo, la lacaniana y la deleuziana, consistiría entonces en considerar que se refieren al deseo en momentos diferentes del ciclo vital. Las tesis de Deleuze -y de Guattari- se ajustan a los primeros meses, o años, de la vida del individuo humano, cuando éste, de hecho, ni siquiera es propiamente un sujeto, puesto que no ha sido todavía “sujetado” por el socius. La máquina deseante es propiamente esto, el ello freudiano. Por su parte, la tesis lacaniana nos habla de un individuo que, ciertamente, es ya un sujeto, cosido a la cadena significante, con un inconsciente estructurado como un lenguaje, y donde el lugar del ello se ha visto ocupado por el yo. Aquí es donde aparece propiamente la demanda, mientras que el deseo maquínico original quedaría como ese trauma relegado al fondo del inconsciente, ciertamente imposible de articular con palabras, provocando las distorsiones o sobreañadidos que hemos visto con respecto al anhelo. La ecuación es complicada, pero quizá no irresoluble; basta con pensar que la máquina deseante original, reconocida como tal incluso por teóricos en principio alejados de las tesis deleuzianas (Castilla del Pino 2010), ha quedado subsumida en capas cada vez más profundas del inconsciente conforme avanzaba el proceso de socialización, de adquisición del lenguaje y del concomitante advenimiento del “yo” en el lugar del “ello”. Ahí, en capas profundas situadas más allá de cualquier metáfora articulable, capas que ninguna semiosis es ya capaz de alcanzar, yace girando sobre sí misma esa máquina deseante original, produciendo sus efectos en los sueños y anhelos del sujeto, pero permaneciendo en lo esencial desconocida para él.

En cierto sentido, y por recuperar otro concepto lacaniano, lo que yace en ese fondo no es otra cosa que el goce (Braunstein 1990), que ha sido progresivamente vaciado del cuerpo en el decurso del proceso de socialización-endoculturación, pero sin ser poder ser jamás suprimido por completo. Dicho goce se expresaría mediante lo que Freud llamó en su momento la “pulsión de muerte”, algo que, a diferencia del anhelo de placer, no es posible aplacar mediante homeostasis alguna.19 El goce sería entonces, con respecto al placer, lo que el deseo es con respecto al anhelo. El goce elude cualquier homeostasis del mismo modo que el deseo elude cualquier satisfacción, algo que, sin embargo, sí puede alcanzarse desde el placer o el anhelo.

Desequilibrio original Placer - homeostasis -> Goce
Necesidad-demanda Anhelo - satisfacción -> Deseo

En cierto sentido, podríamos decir que el deseo es el horizonte utópico del anhelo, de igual modo que el goce lo es del placer. En ambos casos, se trata de lo que está más allá, en la esfera de lo inalcanzable, pero sin lo cual quizá sería imposible alcanzar, en el sentido de tomar conciencia de ello, placer o satisfacción algunos.

Sea como sea, subsiste una serie de preguntas y problemas. Algo que aparece aquí como sumamente desconcertante es la idea de Gilles Deleuze y Félix Guattari de que la máquina deseante prelingüística puede ser extendida a las edades ya plenamente lingüísticas, e incluso adultas, de la vida de un ser humano. Y no sólo en cuanto a los individuos particulares, sino a toda una civilización, la del capitalismo industrial. ¿Qué les pudo haber llevado a postular tal cosa? Caben diversas hipótesis, pero me parece que todas pueden ser puestas en relación con un tema clave: la desaparición de la autoridad y la ley del padre, es decir, del Nombre del Padre mismo como eje de poder organizador y rector de la vida social.

En efecto, el mundo de las máquinas deseantes de Deleuze-Guattari es un mundo de niños, es más, de infantes, o si se prefiere, de ellos. Es un mundo sin ley, de cuerpos sin organización; un mundo de fuerzas que se conectan de cualquier forma posible según inclinaciones que ya nada deben a lo social articulado lingüísticamente tal como lo conocemos. Ciertamente, y como ellos mismos no se cansaron de decir, se trata del mundo del esquizo. Ahora bien, ¿es posible un mundo tal, una sociedad humana desorganizada según estos principios, o ausencia de los éstos? Es posible que ésta haya sido la menor de las preocupaciones de ambos autores. En el caso de Deleuze, filósofo ante todo, dar cuenta de la producción deseante, las máquinas, etcétera, sin duda es más que suficiente; lo que luego se haga con ello ya corresponde al territorio de la política. Su prioridad, en el momento de su trabajo conjunto con Guattari, es desarticular el psicoanálisis freudiano-lacaniano, que se había convertido, en una cierta connivencia con el materialismo dialéctico, en la fuerza dominante en las ciencias humanas y sociales de la época. Para Deleuze y Guattari, entonces, de lo que se trata es de eliminar la idea de escasez, por un lado, y la de carencia por el otro. En el inconsciente no hay discursos, sólo hay máquinas, y lo que procede es dejar a dichas máquinas libres en su funcionamiento ciego. Por otro lado, Deleuze se encuentra comprometido con una filosofía de las fuerzas y las potencias, tomada de Nietzsche, Spinoza y, quizá en menor medida, de Leibniz. Una de sus consecuencias es desarticular el entramado establecido de clasificaciones, las divisiones y diferencias instauradas por la episteme del momento. En uno de sus ejemplos, Deleuze (2006) dice que por mucho que un caballo de carreras y uno de carga pertenezcan a la misma especie, en realidad, el segundo tiene mucho más en común con otros animales de carga, como el buey. Aunque él no lo haga, las consecuencias de la aplicación de tales principios al caso humano podrían ser devastadoras. De hecho, no son nada nuevo, ya que una diferenciación de la humanidad entre humanos propiamente dichos, con pleno uso de sus facultades racionales, etcétera, y “bestias de carga” buenas únicamente para trabajar, como los esclavos, ya fue propuesta en la antigüedad por pensadores como Aristóteles. Aunque la fuente principal del pensamiento deleuziano sea aquí Spinoza, el resultado podría ser el mismo, o muy parecido. Al fin y al cabo, somos lo que podemos. Y lo que podemos, cabe pensar, está íntimamente relacionado con lo que deseamos. Toda la mitología heroica, algunas de cuyas formas contemporáneas ya hemos mencionado, está construida sobre esta idea de un deseo asociado a una determinada potencia.20 El héroe es alguien que siempre desea algo que se encuentra más allá del alcance de los simples mortales y, al mismo tiempo, es alguien que dispone o que de algún modo encuentra la potencia necesaria para procurárselo. Aunque esté condenado a perderlo de inmediato, en el proceso la comunidad ha obtenido un beneficio, y la pérdida o la insatisfacción abren la puerta para que el héroe, o quienes vengan detrás de él, puedan embarcarse en nuevas empresas. Ni que decir tiene que, una vez capturado por el capitalismo, dicho mecanismo se revela extremadamente efectivo a la hora de ajustar los deseos de los individuos a los de los empresarios, las corporaciones o incluso el Estado, siendo el ideal una convergencia perfecta raras veces alcanzada (Lordon 2015).

Ahora bien, todo esto sigue ocurriendo en el mundo del deseo tal como fue caracterizado por Lacan, es decir, un mundo donde todo se encuentra articulado por medio del lenguaje, donde existe la demanda y, por lo tanto, la carencia. Si nada de ello funcionara, el deseo dejaría de hacerlo igualmente, o no podría ser capturado en función de propósitos ajenos a su funcionamiento intrínseco. Puede que éste haya sido el objetivo de Deleuze y Guattari: romper con dicha dinámica desarticulando con ello al capitalismo mismo.

Conclusión: autoridad y deseo en los tiempos de Internet

Pero existe otra posibilidad. El capitalismo avanzado, como ha sido visto por diversos autores, tiende a suprimir la figura del padre como figura de autoridad. Se empieza desarticulando el patriarcado clásico (Ehrenreich y English 1990), lo cual deja al padre como una figura en realidad superflua, visto en términos del sistema, un simple mediador entre la familia conyugal y el Estado. La ficción del padre y de su necesidad parece haberse mantenido con fuerza durante todo el siglo XIX y gran parte del XX, pero en la segunda mitad de este último y, en especial, en las primeras décadas de la centuria presente, dicha figura hace aguas irremisiblemente. Primero fue la Segunda Ola feminista, en los setenta, cuestionando todo lo que pudiera quedar de la figura paterna en cuanto figura de poder y autoridad. Indisolublemente ligado a la masculinidad misma, el cuestionamiento del modelo masculino clásico y el del padre “patrón”, o patriarca, se produjo conjuntamente.21 El “nuevo hombre” cuyo modelo surge en los setenta es todavía un padre, pero ya no puede apelar a autoridad patriarcal alguna; sólo le quedan dos salidas: la reacción machista (es decir, la sustitución del poder perdido por una violencia ciega, sin control ni objeto) o el ajuste a los nuevos modelos de masculinidad surgidos de la “crisis” del paradigma clásico. En este último caso, nos encontramos con el padre compañero, el “compa”, cuya autoridad con respecto a la esposa, y sobre todo a los hijos, es problemática. El padre compa ya no puede imponerse, sino que debe negociar. En cierto sentido, ha perdido su poder, y con ello se ha perdido la Ley del padre misma, su célebre Nombre; hemos entrado en una sociedad desfalicizada. Una sociedad sin Nombre del Padre, sin Ley del Padre, sin función fálica, es una sociedad infantilizada casi por definición. O, como lo hubieran dicho Deleuze y Guattari, una sociedad esquizo. El intento de estos autores por articular la lucha contra el Edipo freudiano-lacaniano, visto en perspectiva histórica, es en realidad la crónica de lo que estaba sucediendo en las sociedades occidentales -y progresivamente, mediante la globalización, en todo el mundo- en la segunda mitad del pasado siglo: la pérdida de la autoridad paterna, y con ella de la masculina en su sentido patriarcal. El mundo se estaba feminizando, pero no en el sentido de la toma del poder por parte de las mujeres, sino en el de que el hundimiento del patriarcado las dejaba en cierto sentido “libres”, flotando en un mundo sin función fálica, lo cual las hacía mucho más visibles.

Pero como sabemos hoy, las mujeres no tomaron el poder. No podían hacerlo, dada la ausencia en el campo femenino de una “función vulvar” -por llamarla de algún modo- similar en cuanto a sus atribuciones a la función fálica. Hablamos, claro está, de la ausencia de una Ley de la Madre, un Nombre de la Madre capaz de articular una feminidad en el sentido en que lo ha estado durante siglos la masculinidad, como estructura de poder-violencia. Se optó por “hacer el amor, y no la guerra”, lo cual dio al campo masculino la oportunidad de reconstituirse, y el orden de género sufrió únicamente cambios leves. Luego, por ende, llegó la “reacción” de los ochenta,22 recrudecida en los noventa y en la cual todavía nos encontramos hoy, lo cual supuso la cancelación de cualquier oportunidad que las mujeres hubieran tenido en los años inmediatamente anteriores de revertir la situación.

El desplazamiento de la autoridad patriarcal hacia otras instancias puede remontarse en Occidente al triunfo de las monarquías absolutas, relevadas progresivamente por el Estado burgués, políticamente liberal y capitalista en lo económico. No ocurrió de la noche a la mañana, ni a la misma velocidad o de la misma forma en todas partes, pero puede decirse que, desde el siglo XIX, el patriarcado se encuentra en franca recesión en todo el mundo occidental y también en el progresivamente occidentalizado. La autoridad del padre es apropiada por el Estado y sus aparatos, entre ellos, un conjunto de nuevos “profesionales inhabilitantes” (Illich 1978) encargados de velar por el orden y la salud de las familias. La familia nuclear se convierte en la célula primordial del sistema; en ella se mantiene la figura paterna, pero progresivamente desautorizada. Sus antiguas competencias son asumidas por el Estado, bajo cuya protección y tutela se encuentran ahora las mujeres, los ancianos y, ante todo, la infancia.

Con la llegada del capitalismo avanzado, que se va imponiendo desde la Segunda Guerra Mundial, el Estado ha ido quedando como simple cobertura legal del poder corporativo. El interés de las corporaciones se encuentra en un hiperconsumo extremadamente dirigido, es decir, en conseguir que el deseo de la población trabajadora se ajuste al máximo a los intereses de las empresas, en última instancia el de las corporaciones que ahora controlan el sistema. La herramienta tecnológica para ello, implementada rápidamente en las últimas décadas del siglo XX, lo será la Red. En cierto sentido, Internet es la última gran contribución del complejo militar-industrial a la marcha triunfal del capitalismo. Siendo en su origen una tecnología desarrollada con fines militares, pronto se comprende su potencial en el terreno del control de las poblaciones. Un control articulado, claro está, por medio del consumo, y más concretamente del deseo. En dicho panorama, cualquier figura de autoridad situada entre los intereses corporativos y el ciudadano trabajador-consumidor sale sobrando.23 Sale sobrando el padre como figura de autoridad, pero también el Estado como instancia reguladora. Padres compañeros, mujeres y niños, componentes fundamentales de la familia conyugal o nuclear, quedan inermes frente al poder corporativo, mediado por las pantallas de computadoras, tablets y, en su versión más sofisticada, de los omnipresentes teléfonos celulares “inteligentes”.

Es en este sentido que un lacaniano como Néstor Braunstein ha podido decir que Internet es la nueva figura de autoridad, sustitutiva del Padre (en su sentido de Nombre del Padre o figura detentadora de la Ley), y también que la obra de Deleuze y Guattari parece haberse adelantado a su tiempo. ¿Vivimos hoy en un mundo deleuziano-guattariano, más que en uno lacaniano o freudiano? En cualquier caso, ello implicaría una progresiva infantilización de la población, algo denunciado desde hace un tiempo por ciertos escritores atentos a, como suele decirse, el signo de los tiempos.24 De lo que se trataría es de explotar la máquina deseante básica eliminando en la medida de lo posible las trabas de orden normativo o legal.25 El aparato legal del Estado se mantiene, dada la necesidad de un orden mínimo, quizá en lo que se logra su sustitución completa por una red autorregulada con los individuos convertidos en poco más que apéndices de la misma. En cualquier caso, cabe prever que todo lo que se oponga al funcionamiento autorregulado de la Red irá desapareciendo progresivamente. La autoridad paterna, pero también la del Estado en su sentido clásico, tienen ante este panorama un futuro incierto. Cabe recordar que en este nuevo mundo la palabra clave es “conexión”, con todos sus derivados. Se trata de estar conectado, de desconectarse, etcétera. Pero, a diferencia quizá de lo imaginado por Deleuze y Guattari, la conexión dista mucho de ser libre. El Estado como aparato de captura se ha visto sustituido por la Red, un aparato de captura en sí mismo, mucho más vasto y sutil, y dependiente de tecnologías más sofisticadas, sobre las cuales el control de la población cada vez es menor. La Red ha engendrado una descendencia quizá imprevista, las “redes sociales”, desde donde nuestros deseos son analizados para sernos devueltos en forma corregida y aumentada, con un grado creciente de personalización. El deseo mimético es explotado al máximo, como lo es la demanda de amor y reconocimiento. ¿Se encuentra al final del camino ese ello que ya sólo comería, defecaría o se calentaría, directamente conectado al gran cuerpo sin órganos, sin mediación alguna por parte de un yo? Es la pesadilla recreada en la exitosa película Matrix (1999), de las hermanas Wachowski. Los humanos insertos en la Matrix ya no se relacionan entre ellos, sólo tienen la ilusión de que lo hacen.26 Carecen de toda conciencia sobre su situación real; de hecho, son inmanentes a la máquina. En términos psicoanalíticos, podemos decir que se encuentran en situación de psicosis, sometidos al deseo de la Madre, sin que ninguna Ley del Padre venga a establecer el corte que les permitiría funcionar como individuos más o menos independientes. Aunque ilusoriamente vivan en un mundo articulado lingüísticamente, en realidad se encuentran en una situación prelingüística, propia del infans, enganchados al gran cuerpo sin órganos de una madre que ha llegado a constituirse en su única realidad. ¿En qué sentido puede hablarse aquí todavía de “deseo”? Como nos muestra la película, quizá para volver a desear sea necesario desconectarse (entrar de nuevo en la función fálica, la Ley y el Nombre del Padre, representados por Sión y sus agentes), es decir, tomar distancia con respecto al nuevo Gran Otro.27

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Notas

1 Véase su “teoría científica de la cultura” (Malinowski 1984).

2 Hay edición en español (Malinowski 1989).

3 Véanse las compilaciones de Kulick y Willson (1995), y Markowitz y Ashkenazi (1999).

4 Por citar sólo un ejemplo, la monografía de Thomas Gregor (1985) sobre los mehinaku del Brasil.

5 Slavoj Zizek (2015), partiendo de Lacan, considera que ésta es la principal diferencia entre los humanos y el resto de animales.

6 Nos remitimos aquí a los trabajos sobre el hambre efectuados en los primeros años del pasado siglo por el biólogo Ramón Turró i Darder (Turró 1980), que parecen haber influido en las tesis sobre el deseo de Deleuze y Guattari.

7 La etapa del infans correspondería a los primeros años, cuando todavía no hablamos o lo hacemos precariamente (Agamben 2010).

8 Nos referimos a su posición en una estructura, en esto caso la del “mito 007”, que a su vez remite a estructuras míticas mucho más antiguas como las de San Jorge y el Dragón o Perseo y Andrómeda y, en general, al mito del héroe en sus “mil caras” (Campbell 2006). Sobre la estructura narrativa (novelas originales) de James Bond, véase Umberto Eco (1995).

9 El filósofo lacaniano-hegeliano Slavoj Zizek ha dedicado un libro al tema (Zizek 2006).

10 Vid. Deleuze (2005).

11 A juzgar por los cursos dictados en la Universidad de Vincennes en los setenta, Gilles Deleuze parece haber sido perfectamente consciente de ello (Deleuze 2006).

12 Es el tema de la belle dame sans merci (Zizek 2013).

13 Nos encontramos prácticamente ante el mismo esquema de la novela de caballerías medieval, en especial, las del ciclo artúrico. El “ogro” o el “caballero felón” a quien combate y mata el héroe, suele ser el marido de la mujer, y dueño del castillo, feudo o reino, con que el héroe aspira a quedarse. Cabe tener en cuenta que el caballero andante de la novela medieval es casi siempre un “segundón”, es decir, alguien privado de heredar el patrimonio paterno, que en los sistemas de mayorazgo pasa íntegro al hijo mayor. Al respecto, véase el trabajo ya mencionado de René Girard (2012), así como el estudio más extenso y específico de José Enrique Ruiz-Doménec (1993).

14 O, por resumirlo en los términos de Umberto Eco: el héroe, la chica y el monstruo.

15 Así como, anteriormente, en Mentira romántica y verdad novelesca (Girard 1985).

16 A partir de aquí nos referiremos a dicho sujeto como únicamente “deleuziano”, en parte para simplificar, en parte porque parece haber sido Gilles Deleuze el principal responsable de su concepción, al menos según lo que es posible deducir de sus cursos al respecto impartidos en la Universidad de Vincennes (Deleuze 2006), pero también porque dicho sujeto parece encajar con el conjunto de la filosofía deleuziana, con o sin Guattari (Badiou 1997). Véase también Zizek (2006).

17 La noción del Estado como “aparato de captura” se encuentra desarrollada en Mil mesetas, segunda parte (la primera es el célebre Anti Edipo) de su díptico “Capitalismo y esquizofrenia” (Deleuze y Guattari 1997).

18 “Ello funciona en todas partes, bien sin parar, bien discontinuo. Ello respira, ello se calienta, ello come. Ello caga, ello besa.” (Deleuze y Guattari 1995, 11)

19 Véase Freud (2000).

20 Resultan interesantes al respecto las reflexiones de Ernest Becker (1977).

21 Títulos como el del libro de Joyce Lussu, “Padre, Padrone, Padreterno”, publicado en 1976, son significativamente representativos del ambiente de la época. Hay edición española (Lussu 1979).

22 Estudiada en el ámbito estadounidense por Susan Faludi (1992).

23 El profesional inhabilitante (trabajador social, psicólogo, psicopedagogo, etcétera) sólo es de hecho una figura de autoridad por delegación, y su función es más bien la de restañar la comunicación directa entre la célula familiar -y sus miembros- con los intereses corporativos, cuando esta comunicación ha resultado comprometida por alguna causa. De dicha “policía de las familias” (Donzelot 2008) se encarga entonces el Estado, siendo las figuras mencionadas únicamente sus representantes, su rostro visible.

24 Por ejemplo, el francés Michel Houellebecq en su novela La Possibilité d’une île.

25 Es aquí donde el imperativo contemporáneo del goce, denunciado incesantemente por Slavoj Zizek a partir de Lacan, encuentra su dimensión más política. Véase por ejemplo Zizek (2004).

26 Para un análisis de Matrix en términos lacanianos, cfr. Zizek (2013).

27 Se trataría de algo parecido a lo que Zygmunt Bauman y Gustavo Dessal (2014) han llamado “el retorno del péndulo”.