Gabriela Torres-Mazuera, La ruralidad urbanizada en el centro de México. Reflexiones sobre la reconfiguración local del espacio rural en un contexto neoliberal, México, Cuadernos de la Cátedra Arturo Warman, UNAM, 2012, 260 p., ISBN 978-607-02-4023-2


José Eduardo Zárate Hernández

el colegio de michoacán,zarate@colmich.edu.mx


Este libro se inserta en la tradición de los estudios agrarios o campesinos, que se habían empantanado desde los años ochenta del siglo pasado. Resulta sintomático que a principios de esa década, A. Warman publicó en la revista Nexos lo que llamó una nueva invitación al pleito y casi nadie le hizo caso. Las breves y escasas respuestas que recibió no hacían sino señalar que las posiciones estaban bien definidas y la discusión agotada: por un lado, los campesinistas que creían que, utilizando diversas estrategias (como lo habían hecho a lo largo de la historia), los campesinos seguirían reproduciéndose como grupo social; y aquellos denominados descampesinistas u obreristas, quienes consideraban que al no ser una clase en el sentido marxista del término (sino “un costal de papas”, según la desafortunada expresión de Marx) y, por consiguiente, carecer de un papel transformador, tarde o temprano iban a desaparecer o a subordinarse (como siempre) a los intereses de las clases revolucionarias.

La reducción del campesinado a una categoría definida en términos estrictamente económicos fue uno de los aspectos que más dañó el avance de la discusión y el conocimiento de este amplio y diverso sector social. Aunque fue muy útil para legitimar las políticas públicas de un Estado autoritario, pero que en su discurso manifestaba un fuerte compromiso con las clases populares. Esta situación de alguna manera guió la discusión sobre el tema agrario, por un lado dirigió las preguntas e intereses hacia ciertos temas y, por otro, inhibió hacerse preguntas del tipo de ¿entonces cómo podemos caracterizar a sociedades que no son cerradas, que se están transformando rápidamente y cuyas instituciones dejan de ser funcionales en una sociedad como en la que vivimos? ¿Qué ha sucedido con las instituciones agrarias luego de casi un siglo de programas de desarrollo? ¿Cuál es el sitio de lo agrario en las nuevas configuraciones sociales que no son completamente urbanas y que no dejan de ser campesinas? Éstas son algunas de las preguntas que se hace Gabriela Torres. Su trabajo se centra en el análisis de las instituciones del mundo rural mexicano y no tanto en los actores sociales. Con todo, su reflexión sobre el impacto de las políticas públicas en la conformación de nuevas subjetividades y sistemas de valores no deja de ser importante.

Desde hace años en ciertas regiones, sobre todo, en el centro del país, es notable esta transformación donde lo rural sin dejar de estar presente se va difuminando y ciertas manifestaciones de carácter más “urbano” toman su lugar. Más aún si nos detenemos a preguntar rápidamente nos enteramos de que ya nadie se dedica al campo (o que son muy pocos) y que la mayoría de la gente migra o se dedica al comercio o a otras actividades vinculadas a los servicios. Se nota claramente en el paisaje local, van desapareciendo las antiguas construcciones de adobe y teja y en su lugar aparecen modernos edificios de mampostería, frecuentemente con cochera; los corrales con animales o donde se guardaban los aperos, lo mismo que las huertas, también desaparecen y en su lugar vemos patios encementados o simplemente nuevas construcciones, los solares se van fragmentando y entre ellos aparecen grandes bardas que los dividen y señalan. Desde hace años observamos en el centro de México localidades sin personalidad, tianguis populares de baratijas por todos lados, montones de productos de segunda mano o de ínfima calidad como televisiones, automóviles, ropa, etcétera, que conforman el nuevo paisaje rural. Ésta es también la situación de múltiples poblados, que tuvieron un importante pasado agrarista y fueron objeto de múltiples programas de desarrollo e importantes apoyos. Y ahora encontramos localidades donde la gente dice sin tapujos “aquí todos se dedican al comercio o se van al Norte”.

Lo cierto es que desde antes de los años ochenta ya eran notables importantes transformaciones en el espacio rural y, sin embargo, nuestras categorías y enfoques estaban anclados en modelos y procedimientos bastante convencionales. En los intentos por explicar que eran o en qué se habían convertido las sociedades rurales se hicieron varias “evaluaciones” o “diagnósticos”, como el compilado por J. Zepeda, Las sociedades rurales hoy y otros que seguían en la misma línea: el campo está en crisis, veamos cuales son la estrategias que siguen los actores para reproducirse, cómo puede hacerse más eficiente el crédito agrario, de qué manera está incidiendo la migración y otras actividades y cómo se complementan en la economía doméstica. Ya desde entonces se vislumbraba que la organización y la movilización políticas estaban dejando su lugar a las organizaciones de productores. En ellas, se decía, reside el potencial para la reproducción de los campesinos como grupo social. Y no se consideraban temas como el cambio en los sistemas de valores que han provocado los mismos programas de desarrollo, como bien lo muestra la autora, o que las nuevas generaciones dejen de interesarse en el tema agrario o que incluso puedan llegar a verlo como una especie de carga innecesaria que es momento de superar.

Con las reformas neoliberales de fines de los ochenta, pero, sobre todo, con la puesta en marcha del tlc se reactivaron las preguntas sobre el destino de los campesinos. Lo que además se reforzó con el levantamiento zapatista de 1994. Desde años antes un importante sector académico y de activistas estaban especialmente espantados y alertaban sobre los efectos perniciosos de las reformas al artículo 27 constitucional. Se decía que era la puntilla definitiva al campo y que ahora sí se pretendía que el campesino mexicano desapareciera completamente. Por su parte para los implementadores de estas políticas de lo que se trataba era de hacer más eficiente al campo mexicano, lo que finalmente no sucedió pero sí generó múltiples respuestas y configuraciones sociales. Algunas de éstas, la autora, las cataloga como efectos no previstos o inesperados del desarrollo rural, tales como el aumento de la pobreza, la expansión de la corrupción o la emergencia de nuevas formas de diferenciación. Podríamos agregar el aprovechamiento que los grandes empresarios rurales hacen de los programas sociales de los cuales resultan ser los principales beneficiarios.

En los noventa se empieza a utilizar el término de “nueva ruralidad” para tratar de explicar las nuevas articulaciones entre el sector rural y las actividades antes poco practicadas o de plano desconocidas y que se estaban volviendo comunes en muchas localidades. Por ejemplo, lo referente a la nueva maquila, la aparición de pequeños talleres industriales o la migración internacional. Esta nueva coyuntura también permitió la recuperación del campesino como un sujeto que siempre ha estado presente en la historia nacional. No obstante, aún faltaba hacer un balance realmente crítico sobre ese sujeto que teniendo la tierra, el control de las instituciones locales, los programas de apoyo y en cierta medida el poder político, estaba desdibujándose en la historia moderna, se mostraba incapaz de asumirse como sujeto y prefería adoptar nuevas identidades como profesionista, productor rural, migrante, mujer, adulto mayor o, en este caso, indígena mazahua, como lo muestra Gabriela Torres. Entonces, aunque la autora reconoce que existe un antes y un después al hablar de ruralidad, ahora es necesario reconocer que puede existir una ruralidad sin campesinos.

En la búsqueda de respuestas a las preguntas antes señaladas referentes a la caracterización del cambio y la condición social de localidades que en gran medida han dejado de ser campesinas, pero que no por eso llegan a ser plenamente urbanas, ni mucho menos modernas, acuña los términos de “ruralidad desagrarizada” y “ruralidad urbanizada”. En efecto, se trata de términos complejos porque lo que pretende describir son paradojas. Es decir, dar cuenta de la nueva condición de sujetos que formalmente viven en un medio urbano, pero que mantienen un fuerte referente rural, además, donde las instituciones propiamente agrarias (o campesinas) han dejado de ser importantes, incluyendo la tenencia de la tierra y la agricultura como actividad económica preponderante. En eso consiste sin duda uno de los principales aportes de este trabajo

La autora identifica dos momentos cruciales de la intervención estatal en la historia moderna de San Felipe del Progreso: las primeras décadas del siglo veinte y los ochenta del mismo siglo. Indudablemente en estos dos momentos coyunturales ocurrieron transformaciones que serán decisivas para las comunidades rurales de nuestro país. En las primeras décadas del siglo veinte, con un Estado recién salido de un proceso revolucionario y que se decía mantenía un compromiso social, ocurre el reparto agrario y por supuesto se crean los ejidos, que como bien lo señala la autora no eran solamente instituciones económicas, sino una compleja estructura que otorgaba a los campesinos el derecho a la tierra, una forma de representación y una forma de organización política. El otro momento es el de las reformas neoliberales y los sucesivos programas sociales de Solidaridad, Progresa y Oportunidades, desde donde emerge esta nueva ruralidad desagrarizada que sería resultado tanto de los cambios promovidos directamente por la acción del Estado como aquellos que son resultado indirecto o no previsto de dicha acción. En la época actual los ejidos se han convertido en espacios sumamente heterogéneos, el significado de la tierra también se ha transformado para las nuevas generaciones, las familias han cambiado, además se han modificado las maneras de hacer política local así como la intermediación social.

Cuando se revisa con detenimiento la historia de una pequeña localidad como lo es el ejido de Portesgil en el municipio de San Felipe del Progreso en el Estado de México (donde la autora realizó la mayor parte de su investigación) resulta claro que en gran medida las políticas agrarias, al igual que los discursos académicos, se sustentaron en un imaginario que convenía muy bien al discurso del Estado autoritario desarrollista, pero que estaba y sigue estando lejos de la realidad de los mismos ejidatarios. Aunque, desde los años dorados del agrarismo ya las ganancias proporcionadas por el cultivo del maíz no cubrían los principales gastos de los hogares rurales de la localidad, el Estado se obstinó por tratarlos como si fueran una sociedad campesina modelo. Ya para esa época la migración a la ciudad de México era una de las principales opciones de hombres y mujeres de San Felipe del Progreso y en particular de las comunidades agrarias del municipio. Por consiguiente, la agricultura en realidad estaba subsidiada por los ingresos de la migración. Eso sí, la acción del Estado provocó el empoderamiento de los ejidatarios por sobre otros grupos sociales y, en particular, de algunos líderes y sus familias que, como sucedió en otros lugares, se volvieron los caciques locales. De hecho en la estructura ejidal se amalgamaban en un solo grupo todas las figuras de autoridad. Así el ejido se convirtió en la base del corporativismo priista en el mundo rural. El Estado dotó a las comunidades agrarias o ejidos de órganos de gobierno, en algunos casos, ahí donde no existía ni siquiera tradición de asamblea democrática alguna, como en los ejidos que se formaron con los proyectos de colonización y, sin embargo, la dinámica de la modernización y de los programas de desarrollo llevaron al fracaso a estas instituciones en casi todos los lugares. En Portesgil la asamblea nunca fue democrática, ni autónoma, siempre estuvo influenciada por los agentes del Estado que normaban su funcionamiento. Convocaban a reuniones y estaban presentes. El drama de Portesgil es que a pesar de todos los apoyos no llegó a convertirse en una unidad agropecuaria competitiva. Por el contrario, los beneficiarios de los programas se encargaron de crear diferentes estrategias que al final les permitieran una apropiación particular de los recursos y no un beneficio colectivo.

Como es bien sabido, las políticas agrarias no sólo incluían el tema de la tenencia de la tierra, sino también la puesta en marcha de las escuelas rurales y de programas de equipamiento urbano. La autora denomina hegemonía ejidal, al proceso de sujeción internalizado que dio sentido a sus experiencias cotidianas y expectativas de vida. Todo lo cual tendrá claras consecuencias en la transformación de los modos de vida locales y en los sistemas de valores. En la época actual de la ruralidad desagrarizada y gracias a las reformas neoliberales, como la referida al ramo 33 que regula las partidas presupuestales a los ayuntamientos, el ejido perdió casi todo su poder y emerge el ayuntamiento como el nuevo centro del poder local. Las disputas por el control de los presupuestos y los programas de apoyo a los grupos vulnerables serán el nuevo centro de las disputas entre los grupos de poder locales. A partir de los noventa, el ayuntamiento crecerá en tamaño y complejidad, tendrá muchos más empleados y se desarrollarán más actividades que antaño

Los ejidos finalmente se transformaron en la base de la urbanización, debido a los mismos programas sociales que el gobierno había introducido. Además del ayuntamiento, serán las manzanas y los nuevas subdelegaciones las que ahora tendrán mayor importancia, sobre todo, porque permiten la vinculación de actores locales con las programas de financiamiento del gobierno, es decir, intervienen en la disputa por los recursos que llegan al ayuntamiento. Así Portesgil pasó de ejido campesino a localidad urbana.

A pesar de las transformaciones en la política formal y en las instituciones nacionales, en municipios como San Felipe del Progreso, las familias siguen operando en la arena política. Poco importa la alternancia, el pluripartidismo y los órganos electorales autónomos. Las facciones locales y las planillas para contender por cargos están organizadas en torno a familias reconocidas, quienes en búsqueda de las candidaturas se afilian a un partido político o a otro según les convenga. La “oposición” tanto de derecha como de izquierda está conformada por expriistas, que cambian de bando según busquen algún cargo que les permita tener acceso a los recursos de los programas sociales. En ella participan los “inconformes” de la elite que no obtienen reconocimiento a través de sus candidaturas. El control de algún partido político se traduce en ingresos para las elites. La participación política democrática no ha significado el fin del clientelismo que por el contrario sigue atravesando las políticas públicas hasta el nivel nacional. Todos los partidos lo utilizan abiertamente en los estados y municipios que gobiernan. Ahora se ha pasado del clientelismo autoritario al clientelismo diversificado entre partidos.

Este estudio sería la otra cara y complementario de aquellos centrados más en los actores y en los procesos de ciudadanización así como de los optimistas que aun ven en acciones tan efímeras como el movimiento del “campo no aguanta más” respuestas organizadas. El campesinado como actor social, tal como lo muestra la autora, se ha desdibujado si no es que ha desaparecido completamente del centro de México. El mundo rural se ha vuelto más complejo en cuanto a formas de diferenciación y a la dinámica misma de las identidades: han surgido nuevas categorías y sujetos sociales no vinculados con lo agrario. La pluralidad de las comunidades campesinas, en varios sentidos, es una realidad indiscutible. Lo que muestra este libro es que debemos tratar de entender este universo cambiante en toda su complejidad y no intentar, como se hizo anteriormente, reducirlo a una de sus dimensiones.



Referencias

Warman, Arturo, “Nueva polémica agraria: invitación al pleito”, Nexos, núm. 71, noviembre, 1983.

Zepeda, Jorge, Las sociedades rurales hoy, Zamora, El Colegio de Michoacán, 1988.